‘El Mentidero’, por Amaia Santana
Amaia Santana
· Amaia Santana es periodista y funambulista de las palabras
Me he pasado el día en el mentidero de opio, pensando en ti.
Incluso creí verte brillar fugazmente, entre las sombras chinescas. Pero eran las luces Led compradas en el chino.
La señora sin cintura maldecía mientras trataba de arrancar un cartel pegado a la pared. “Lo pegan y luego se les olvida quitarlo”, se dirigió refunfuñona a mi máscara anónima. Asentí por mi sumiso sentido del deber cívico, bochornosamente complaciente.
Más tarde, empero, mientras te imaginaba junto a mí en el mentidero, me vino a la mente la imagen de la vieja patrullera, y musité:
- A lo mejor aún no han encontrado a ese pinche gato. Por eso no quitan el cartel, metiche de hormigón. Así que métase en sus asuntos. Colabore o apártese.
Eso es, joder.
Puto-colabore. O puto-apártese.
Desde una altura considerable, puedes vislumbrar un pedazo de mar y con él, una promesa de escapatoria. Invoco al fuego y al mismo tiempo a la virgen/mártir de las tetas cortadas sobre la bandeja de plata. Evoco a la jabalina rebelde y a sus jabatos imberbes. Cualquier transeúnte dominguero me parece más amenazador que aquel animal que lucha por escapar. Como yo. Bien es cierto que me dediqué a grabar su acto de rebeldía con mi móvil alicaído, sentada en un banco musgoso, en medio del bosque. Con los pies conectados a la pacha mama y medio hemisferio del cerebro aún en Instagram (el otro medio esperando una notificación del Whatsapp).
“No digas nada”
“Tranquila, yo te cubro”.
De regreso a la realidad comprimida, en el seno de mi refugio de cartón-piedra, me dio por cocinar. Rarezas de la vida. Cociné mínimo para dos.
En lugar de dejar algo para el día siguiente -tampoco se pueden hacer planes ni dar nada por sentado a tan largo plazo, es absurdo hoy día-; comí todo. Dí buena cuenta del banquete hasta tener que tumbarme en el sofá en posición fetal. Me quedé dormida ipso facto porque no había sangre en mi cerebro. Soy una mujer de costumbres sencillas.
Al despertar, mi indigestión me reprochó, con el mismo tono que la señora sin cintura:
- Esta podía haber sido una estupenda cena para dos, maldita sea.
Asentí (como si no lo supiera, menuda noticia) y me hice un ovillo cual gato gordo de mínimo 14 años.
Maldigo mi sentido del deber cívico-complaciente.
Pensé en planchar, como para compensar la falta de orden y concierto en mi vida. Pero ya era tarde.
Dr. John tocaba el piano incansable.
Tu mirada cristalina estaba encriptada.
Mi pelo, encrespado (como siempre).
Entonces sonaron las campanas apocalípticas del toque de queda y caí en una profunda hipnosis, que me dejó en un estado semivegetativo-modo-supervivencia-a-prueba-de-fallos “hasta finales de marzo”.
Ty Segall aplaudía como un puto loco, pero cada vez le oía más lejos…
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