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El Ulster vasco

Jose Mari Esparza

· Jose Mari Esparza es editor

Visitar el norte de Irlanda incita de inmediato a hacer comparanzas con lo ocurrido aquí. Para el abertzalismo vasco es un referente histórico y Manuel Irujo llamó en su día “el Ulster vasco” a la Navarra desgajada del resto de Euskal Herria. Frente a esta tradición, hemos escuchado hasta bostezar que el caso vasco nada tenía que ver con el irlandés, consigna muy del agrado de la contrainsurgencia española y sus papagayos indígenas.

Tener, algo tiene: un pueblo antiguo, con una lengua propia en peligro de extinción y una cultura diferenciada con danzas, canciones y deportes propios; una larga dominación colonial y una fuerte emigración a América para escapar de hambrunas y de la conscripción inglesa; una tradición católica; unas leyendas que refuerzan el imaginario patrio, con su Aralar sagrado, que allá llaman Sliese Gullion, y su mitológico Aitor, que allí es Setanta; un proceso independentista que ya dura cien años con una guerra de por medio; un desgarre territorial, y finalmente un país ocupado, cosido de cuarteles y militares ajenos al país; una lucha armada que surge en los años 60 recordando a los gudaris pretéritos, reivindicando la libertad, la justicia social, el idioma y la unidad nacional; una lucha, por supuesto, calificada como “terrorismo” por el colonizador y planteada como un asunto entre irlandeses, pero que en 30 años hizo que más de mil militares ingleses regresaran a su tierra en cajas de pino y cerca de 400 voluntarios del IRA dejaran su nombre esculpido (y no es una metáfora, como veremos) en el listado de los mártires de la independencia, al mismo nivel que los del alzamiento de Pascua de 1916. Finalmente, un proceso de reconversión de formas de lucha que ha acabado en un desarme y en un auge electoral. Algo que ver, sí que tiene.

Las diferencias son abismales, efectivamente, pero por otros motivos. Pese a su misma tradición imperialista, Inglaterra nada tiene que ver con los colonizadores españoles, que siempre fueron más crueles y, lo que es peor, más zopencos. Los ingleses eran de gatillo fácil, pero desde 1983 decidieron abandonar la tortura sistemática, prueba de que no son algunos funcionarios los que se extralimitan, sino que la tortura comienza siempre en el despacho de un jefe de gobierno. En muchos ayuntamientos del Ulster ha desaparecido la bandera inglesa y se ha sustituido por la de Irlanda, un Estado ajeno al cabo, sin que nadie lo prohíba ni dicte leyes restringiendo símbolos, ni organice manifestaciones como la del pasado día 3 en Iruñea. La guerra de banderas es allá democrática, no represiva, y no se izan con el asta de la ley, sino con la de la voluntad popular. El delito de apología del terrorismo no ha existido ni en los mejores momentos del IRA: los ingleses persiguen hechos, no ideas, y puede estar todo el estadio del Celtic FC coreando Up the RA (el gora ETA de aquí) sin que a ningún poncio se le ocurra llevar gente a la Audiencia Nacional.

Los gudaris del IRA muestran orgullosos los lugares de sus acciones y hay museos con las armas y explosivos que utilizaron. Todos los barrios, pueblos y caminos del Ulster están llenos de murales, placas recordatorias y memoriales, que ocupan grandes espacios llenos de flores y alegorías a la lucha pasada y a sus héroes. Los republicanos ensalzan a los patriotas de la independencia, a los presos y hasta el último voluntario del IRA muerto en acción. Canciones y trofeos deportivos llevan sus nombres. Los unionistas por su lado loan a su reina y hasta exaltan a los paramilitares, angelitos que dejaron un saldo de mil civiles muertos. De los soldados británicos nadie se acuerda; es lo que pasa con el forastero.

Lo sorprendente es que unos y otros respetan esos memoriales y a nadie se le ocurre pedir leyes de ofensa a las víctimas. Allí cada uno llora y homenajea a los suyos, pinta sus murales, eleva sus túmulos y respeta los de los adversarios, porque todos admiten, como dijo Benito Juárez, que “el respeto al derecho ajeno es la paz”. Y es a partir de esa igualdad de derechos cuando han gobernado juntos y se han comenzado a realizar homenajes comunes para todas las víctimas del conflicto. Nada que ver con nosotros.

Aquí nos mintieron (sabíamos que lo harían) cuando nos dijeron que sin armas se podría hablar de todo. Aquí no dejan ni brindar por un preso, ni homenajear a un gudari, aunque cayera, como Txiki, fusilado por una dictadura; ni gritar ni opinar lo que uno quiera; ni “difundirlo por cualquier medio de expresión” como defiende la Declaración Internacional de Derechos Humanos; ni poner flores, túmulos, ni placas al paisano que se desee. Hoy se tienen que plantar a escondidas los árboles que los recuerdan, para que no vayan luego los uniformados con motosierras y autos de la Audiencia Nacional.

Sobre estas bases, ni la paz ni el respeto son posibles. No se dan cuenta, necios de siete capas, que solamente cuando se pueda actuar con la misma libertad que en el Ulster, seremos todos respetados, comenzado por ellos mismos. Flaco favor hacen a sus víctimas los que nieguen el derecho al duelo de los demás. Para muchos, sus placas y pebeteros no tendrán fuerza moral alguna, serán símbolos de guerra y no de paz, y merecerán el mismo respeto que las de los caídos por Dios y por España que todos hemos conocido. Y exigir ese derecho a contar el pasado y a festejarlo como se quiera es algo a lo que no se puede renunciar, por pura higiene democrática.

Pero hacer entender esto a los españoles y a quienes los secundan es muy complicado. Lástima que no seamos irlandeses o escoceses: Inglaterra siempre tuvo grandes intereses en nuestro país; ocupó durante siglos parte de Iparralde, controló nuestra industria pesada y ferrocarriles. Fuimos de facto su colonia, como tantas veces señaló Justo de la Cueva. Si hubieran acabado de conquistarnos, hoy seríamos independientes. De la cuadrilla de matones que se repartieron el mundo, nos tocó el más fascistón y, peor aún, el más acémila.

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