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Publicamos el primer capítulo del libro ‘Gâlartax’ de la durangarra N. Rogüel

LECTURAS DE VERANO DURANGO 

El serial Lecturas de verano de este digital cultural continúa hoy con Natalia Romo Miguel, nombre de pila de la escritora N. Rogüel (Durango, 1994) y su novela Gâlartax. La puedes adquirir clicando aquí. 

 

Natalia Romo Miguel (N. Rogüel)  es graduada en Nutrición Humana y Dietética, con un máster en esta materia y salud. La autora hasta la fecha se había centrado en la nutrición. Sus primeras publicaciones como colaboración con la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) fueron una guía sobre alimentación saludable, ¡Comer sano no es difícil… ni aburrido!, artículos y pósteres científicos durante los dos años de experiencia en el Doctorado en Nutrigenómica y Nutrición personalizada. Entre sus aficiones siempre han destacado las novelas, series y películas de ciencia ficción y fantasía. En la actualidad, está dando sus primeros pasos como dietista-nutricionista y escritora. Nubaruk (Ediciones Arcanas, 2021) fue su primera novela y ahora nos trae la segunda parte  Gâlartax.

SINOPSIS ‘GÂLARTAX’

Dan, Vic y Stef descubren quién se encarga de ocultar los Nubaruks y por qué, pero no es lo único que guardan con recelo. Los tres amigos, junto a nuevos compañeros, se embarcarán en una nueva y emocionante aventura para desvelar el misterio de una vez por todas. Conocerán criaturas y mundos desconocidos, pero la misión no resultará tan fácil como ellos esperan. Una gran amenaza se interpondrá entre ellos y su objetivo.

¿Conseguirán llegar hasta el final, descubrir toda la verdad y conservar sus vidas?

CAPÍTULO 1 DEL LIBRO ‘GÂLARTAX’
N. Rogüel

El día del funeral se repetía en su cabeza una y otra vez, su homenaje fue precioso y desgarrador al mismo tiempo. El cielo estaba despejado, el azul no dejaba paso a nin- gún otro color; a Greg le hubiera encantado. La vestimenta negra de los asistentes perturbaba la presencia de la pradera radiante, rebosante de espléndidas flores: margaritas grandes, amapolas multicolor, campanillas silvestres… Al final de su extensión, un amarillo intenso permitía intuir el enorme campo de girasoles.

El lugar del evento estaba cuidado con exquisitez, se aprecia- ba el aroma y la intensidad del color de infinidad de exuberantes rosas blancas y rojas, el sonido relajante de un pequeño riachue- lo de agua cristalina que rodeaba el cementerio, los senderos de piedra dirigidos por grandes matorrales a cada lado y una corona cargada de canas rojas de borde amarillo —su flor preferida—, que adornaba la fría, blanca y gris lápida de mármol donde se podía leer «Greg, tus familiares y amigos siempre te querrán».

Sus familiares, en especial sus padres, aún mantenían la espe- ranza de que apareciera en el porche y volvieran a abrazarlo una vez más. Y no era extraño, puesto que nunca pudieron despedir- se de él, nadie había encontrado su cuerpo. La historia que Stef, Dan y Vic les habían contado no era suficiente para convencer- los de que Greg había fallecido. Obviamente, no mencionaron nada que tuviera que ver con los saltos espaciales… Se remonta- ron al día que fueron a la isla Koro, afirmaron que Greg se acer- có demasiado al borde, resbaló y se precipitó hasta lo más hondo del volcán inactivo. También les confesaron que no se atrevieron a bajar porque temían su mismo final y no querían arriesgarse, teniendo claro que no podía haber sobrevivido a aquella caída. Aseguraron que habían acudido a la policía, pero que, cuando fueron a buscarlo y a pesar de hacer todo lo que estuvo en sus manos, no lo encontraron. Alegaron que, con todas las rocas, tierra y humedad que se acumulaban allí en pocas horas, era casi imposible hallar su cuerpo y que, por lo tanto, cuanto más tiem- po transcurriese, más complicado sería dar con él.

Los padres de Greg, Lucía y Conrado, quisieron hablar con los agentes, pero en todas las oficinas a las que llamaron les ase- guraban no tener información acerca de ninguna desaparición en sus islas. El hotel fue el único que corroboró que desde el primer día que salieron de allí, no volvieron a saber de ellos. Tanto Conrado como Lucía jamás pensaron que los amigos de Greg, que le habían acompañado desde su infancia, tuviesen algo que ver con la desaparición de su hijo y tampoco que tuvieran motivos para mentir. No les cabía la menor duda de que lo querían, aunque cada uno lo demostrase a su manera. Sin embargo, hasta que su hijo no apareciera sin vida, mantendrían la esperanza. Por ello, tras meses de espera, desesperación e incertidumbre, sin recibir información y hartos de la aparente incompetencia de la policía o del supuesto interés que tenían por ocultar aquel incidente, prepararon las maletas, se dirigieron en coche hasta el aeropuerto y embarcaron en el primer avión que salía.

Uno de sus mejores amigos, al igual que cuando falleció su padre, ocultó la tristeza en lo más profundo de su corazón. Procuró seguir adelante, evitando, en la medida de lo posible, que cualquiera se lo recordase. Sin embargo, el dolor le consumía por dentro. Era la segunda vez que perdía a un ser querido sin poder hacer nada para evitarlo.

Gracias a que consiguió su primer empleo relacionado con sus estudios poco después de su regreso, en una empresa privada de fabricación de automóviles, su mente se mantuvo distraída. Le dieron la oportunidad de trabajar en Guanajuato —México— y pensó que, a pesar de sentir preocupación por distanciar- se de su madre y que se quedara sola en Cántago —por mucho que ella le insistiera en que estaría bien—, alejarse de todo le vendría bien por un tiempo. Era cierto que echaría de menos pasar el rato con Stef y Dan, pero también era consciente de que aquellos momentos que pasaban juntos ya nunca volverían a ser los mismos.

Al contrario que Vic, Stef pasó un largo mes manifestando sus sentimientos, dejó de ser esa chica de alegría desmesurada a la que todos estaban acostumbrados. A pesar de saber que Greg hubiese querido que mantuviera su radiante sonrisa, el no poder volver a disfrutar de su compañía, así como sus recuerdos —que le devolvían sus últimas palabras una y otra vez—, no le permitían mostrarse de otra manera. Greg la quería desde hacía años y ella ni siquiera fue capaz de responder a su declaración. Le mortificaba la idea de no haberse dado cuenta antes.

Creía que esa faceta formaba parte de él, que era un chico tierno y tímido. Nunca se había parado a pensar que con ella ese rasgo se intensificaba cada día más. Y ahora era tarde, ya no podría volver a hablar con él. Aunque hasta ese instante los únicos sentimientos que mostraba hacia Greg eran de amistad, había perdido la oportunidad de un posible futuro junto a él que ya no recuperaría jamás. Todo podría haber sido diferente, pero ya nunca lo sabría.

Sin embargo, poco a poco, con cada día que pasaba con Dan, buscando y ofreciendo su apoyo, esos pensamientos amargos desaparecieron para dar lugar a otros sentimientos. Aquellas noches en las que sus miradas se cruzaban bajo el manto estrellado, las risas delicadas, caricias dulces y abrazos cálidos frente a la puesta de sol, así como las largas y agradables charlas en las que compartían sus intimidades, provocaron que algo se removiese en su interior. La joven compartía el intenso cosquilleo que Dan ya experimentaba desde aquel extraño y extenuante viaje a otro mundo.

Dan, por su parte, se sentía culpable por haber predestina- do a Greg a una muerte segura y al resto de sus amigos a un desolador futuro en el que no volverían a encontrarse con él. Leyó día tras día durante tres meses sobre agujeros de gusano y brechas en el tiempo, haciendo innumerables conjeturas, pero sin hallar nada en claro que le pudiera ayudar a recuperar a su amigo. Miraba el rostro de Thompsi a diario sin ser capaz de explicarle que su querido compañero no regresaría. El animalillo se lamentaba por no poder alentar a Dan y es que desconocía el motivo de su melancolía. Para él, el tiempo sin su mejor amigo era cada vez más llevadero y sus ojos chispeantes daban paso al entusiasmo que guardaba en su interior con la esperanza de volver a verlo. En verdad, Thompsi se había adaptado a la perfección a las comodidades del planeta Tierra, en concreto al dormitorio de Dan, ya que lo mantenía protegido y alejado del resto de la humanidad, incluyendo a sus padres. Jamás lo entenderían, primero habría que explicarles de dónde había salido y, en segundo lugar, le suplicarían que lo entregase a cualquiera que tuviese conocimientos de lo que era o, al menos, a alguien que supiese tratarlo.

El pequeño ser de cabeza estrellada recorría cada rincón de la habitación. Tan pronto podía sorprenderle detrás del marco de una fotografía como debajo de un calcetín —de un tamaño exagerado para la complexión de Dan— que había en el cesto de la ropa sucia. Y cuando no andaba haciendo de las suyas, aprovechaba para darse un pequeño chapuzón en el recipiente de cristal traslúcido de un metro de largo que Dan guardaba bajo su cama y que sacaba en el momento del baño para observarle. Disfrutaba de aquel espectáculo en el que la criatura nadaba de un lado a otro sin preocupaciones, incluso chapoteaba cómodo y feliz. Al menos, en ese instante, Dan sentía que había conseguido hacer algo bien.

Alimentarlo no era nada complicado: en cuanto aparecía algún insecto, el animalillo extendía su lengua trífida y lo devoraba sin piedad. Esto le venía a Dan como anillo al dedo para deshacerse de todos los bichos que irrumpían en su dormitorio con la intención de quedarse.

Parecía que todos los días transcurrían de la misma manera, eran muy parecidos a su antigua vida, con la excepción de que, en lugar de desplazarse a la universidad para estudiar su grado en Física, asistía a las aulas donde se impartía el máster en Astrofísica que había comenzado hacía un mes escaso. Durante la tarde, siempre que tenía un hueco, se reunía con Stef bajo las preciosas hojas verdes del majestuoso roble que crecía en su jardín.

Sin embargo, un día como otro cualquiera surgió algo inesperado para Dan. Alguien tocó al timbre de su casa: un desconocido. Ante la curiosidad, se asomó por la ventana de su dormito- rio, desde donde se veía la puerta principal. El hombre, de cabellos rojizos, tez pálida, corpulento y trajeado, le resultaba familiar, pero no en el buen sentido. Una furgoneta negra de cristales tintados y aspecto sospechoso estaba aparcada a unos metros de su casa. Aquello le provocó un mal presentimiento.

—Thompsi, esto no puede ser bueno —susurró.

· Puedes seguir leyendo la historia de Stef, Dan, Vic y Greg adquiriendo aquí tu copia del libro. 

 

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