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CUENTO · 2/6 · ‘Señales’, por Alicia Noland

Alicia Noland por ESMERALDA
Alicia Noland

II.

Durante los días que siguieron, todos los habitantes del pueblo: el alcalde con el alguacil, los hombres en cuadrillas, las mujeres arrastrando a sus hijos, los ancianos e impedidos cargados a las espaldas de hijos o conocidos se acercaron hasta la casa.

«El el mundo hay un orden y los monstruos, por mucho que se disfracen con ropas buenas y buenas palabras, hacen cosas monstruosas, porque, ¿qué otra cosa era tener a ese niño encerrado o atado de la mañana a la noche?, y ellos por ahí mostrándose… nosotros también les mostramos lo que nos parecía su presencia y su conducta acompañando sus andanzas con abucheos, gruñidos, rebuznos, aullidos… hasta que un día alguien tiró la primera piedra. La mujer moviendo los ojos enloquecidos de izquierda a derecha, con voz ahogada dijo, Ustedes también son padres… me destroza tener a mi hijo así… pero no podemos hacer otra cosa; mi hijo no es lo que parecece, tenemos que protegerlo.  Pretendían hacernos ver lo negro blanco. A esa piedra siguieron otras y sus andanzas por el pueblo terminaron, pero nosotros temíamos por el niño y los vecinos nos turnábamos para vigilarlos. Una noche cuando llegué, el circo estaba completo: el gigante, la enana, el niño con su sonrisa fija y el pastor, nuestro fenómeno, tan  estrecho y alargado que parece prensado, como si hubiese escapado de una grieta y tampoco faltaba su gallo que le hace de perro con las ovejas. Un gallo con un plumaje estridente como un traje de faralaes. El gigante y el pastor metían cajas dentro de la casa. La madre y el niño observaban al gallo que recorría la calle a grandes zancadas, como el padrino de un duelista o un agrimensor. Después, se paraba, ladeaba la cabeza, parecía escuchar muy atento alguna voz y el amarillo de sus ojos giraba vertiginoso. El niño reía. Esa risa… nunca he oído un sonido igual; un sonido de guijaros blancos y agua, un sonido líquido, sedante, que se vierte, que continuamente se vierte, sin desbordarse».

Era una noche clara de luna inmensa. Una noche azul que convertía al pueblo en un escenario de tramoya, los murciélagos volaban como trapos raídos que empapasen la humedad de la noche.

«Terminado el acarreo de cajas, la madre acostó al niño y los tres se sentaron a la puerta de la casa.

El pastor ofreció su petaca, los tres liaron sus cigarros y fumaron en silencio hasta que el pastor dijo:

Algunos nacemos deformes por fuera y otros nacen deformes por dentro; no creo que sí existe, el cura conozca  la palabra que pueda cambiar eso. Vuestro tío Marcial también era así, no hubo camino torcido que  no recorriese torciéndolo aún más.

Pensando en las palabras del pastor, tan abstraído estaba que no lo oí llegar: el gallo estaba junto a mí compartiendo escondite entre las ruinas de una casa vecina y mirando a través de la misma grieta. ¿Era un brillo de burla lo que veía en sus ojos? Fingiendo una tranquilidad que no sentía, tratando de que mis pasos no resultasen apresurados llegué hasta el hueco de la puerta. No corrí y si no lo hice fue por el miedo absurdo de que me persiguiese su risa».

 

CUENTO · 1/6 · ‘Señales’, por Alicia Noland

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