‘El ángel que nos mira’, por Alicia Noland
Alicia Noland
En Durango, al de pocos días, eres de las calles donde te cruzas con unas y con otros y ya te saludan; eres de los bares donde tomas tus pintxos y tus cafés con leche; eres de las solanas donde conversas con quien se preste, eres de tus tiendas de esto, y de lo otro. Eres de los amigos que vas haciendo, tan fácil como cuando eras niña…
Cómo no te haces amiga de quien como amiga te trata, Cómo no te encariñas con quien te hace sentir en casa. Estás en tierra de amables, te dices, de qué te extrañas, pero te lo dices mucho. Amables sí, de fácil querer. Todos brillantes, cada uno a su manera. Todos generosos. Y al de pocos días, eres de Durango, sin darte cuenta. Y como ya eres de Durango cuando tienes que regresar a tu otra tierra, lo echas todo de menos. Lo que más, los amigos, claro. Pero también, cosas que hacía todos los días. Subir la calle-cuesta de San Francisco, al atardecer, y en el alto de la cuesta, quedarme allí mirando las peñas, como una manada de saurios pastando ocaso, y recuerdo las palabras que sentía mirando desde allí, como si entendiese algo del mundo, Nada o poco es lo que debe, quizá, pero sí todo está donde debe: entre ángeles que nos miran y peñas que nos guardan.
Palabras que tienen sentido allí donde las sentía, al final del día y con lo que queda del día al final: si lo sé no me levanto, o si hasta hizo bueno, o solo fue un susto, o un vacío sin por qué, o un rasguño en la mejilla del corazón, o tantos otros os como días en el mundo; palabras que tienen sentido en aquel alto y después de un tiempo sin tiempo, como suspendida, mirando las peñas, el valle, Durango; después de un tiempo sin tiempo mirando lo que siempre ha sido y será, mirando el para siempre y escuchando su canción: que todo muda, pero todo pasa también, que mañana es un Érase otra vez, y que hay otro alto en la cuesta, y el para siempre y su canción, otra vez. Recuerdo bajar la cuesta, como encantada con la canción y la guarda de ángeles y peñas, ligera, tranquila. Y después, a Tabira, a casa. A casa, a casa, me iba diciendo escuchando el sonido del agua. A casa, a casa, me decía emocionada porque es así, en casa, como me hacían sentir las amigas con las que convivía, tan cuidada, tan alentada, hasta mimada, y me emocionaba sí, la buena gente me emociona siempre. Tan guardada como en casa me sentía, mi verdadera guardia…
No solo en Tabira estaba mi verdadera guardia, hice buenos amigos en Durango, tuve esa suerte, y que la buena gente allí es la mejor que he encontrado.
Y es ahora mucho mucho tiempo después, asomada a mi recuerdo del paisaje de Durango, cuando entiendo por qué los ángeles que nos miran desde la torre de Andra Mari, con las manos en los bolsillos, unas veces, silban, otras, disimulan. Y es que con tanta buena gente allí, qué más pueden hacer. Pues eso, unas veces, silban y otras, disimulan.