Vivieron y rieron…
Ander Berrojalbiz & Javier Rodríguez Hidalgo
· Ander Berrojalbiz (músico) y Javier Rodríguez Hidalgo (traductor)
· Extracto del libro ‘Los penúltimos días de la humanidad’ (Pepitas de Calabaza, 2021)
Quizá sea necesario justificar cómo, no siendo virólogos ni epidemiólogos, podemos permitirnos opinar sobre SARS-CoV-2, covid-19, ffp2, kn95 o BNT162b2. Pues bien, no tenemos justificación. Sin embargo, quienes piensen que este propósito es disparatado estarán defendiendo una posición política tan nítida como la nuestra, y desde luego mucho más dogmática. Pero, como vivimos en Durango y Poitiers, es decir, lejos de los centros donde se toman las decisiones y se crea la opinión, pensamos que tenemos la legitimidad necesaria para expresar nuestro rechazo a la forma en que está tratándose la enfermedad causada por el virus, así como a la anuencia general que rodea esta gestión. Nuestra idea es sencilla: la gravedad de la epidemia, innegable, no basta para amparar el recorte de libertades por todas partes, y mucho menos aún el crimen que está cometiéndose contra los más jóvenes. Estamos convencidos, por lo demás, de que muchas personas compartirán gran parte de lo que diremos a continuación, aunque se trate de ideas que cuesta encontrar en la opinión publicada por culpa de un consenso viscoso que sirve para coartar todo tipo de debate.
De hecho, lo llamativo de todas las restricciones que hemos visto instalarse a lo largo de 2020 no es solo su inflexibilidad, sino lo fácilmente que se han integrado en nuestra vida cotidiana. Semejante acatamiento solo era posible si las tradiciones que se han desintegrado en los últimos meses no fueran ya antes mucho más frágiles de lo que pensábamos. Si la epidemia ha sido un maremoto, lo justo sería reconocer que no ha chocado contra un rompeolas, sino contra una maqueta de cartón. Por ejemplo, la necesidad de despedirse de un familiar o de un amigo fallecido en presencia de su cadáver se suprimió durante la primavera como si fuera algo perfectamente prescindible. El argumento entonces era que toda transmisión potencial del virus debía erradicarse por completo, pero eso implica desdeñar que ciertos hábitos tienen una importancia demasiado grande como para renunciar a ellos aunque supongan ciertos riesgos, porque una política de «riesgo cero» como la que se ha hecho efectiva en nuestros días tiene unas contrapartidas tan gravosas que puede ser peor que la amenaza que supuestamente combate.
Por desgracia, puesto que se ha saboteado a conciencia todo debate sobre la pertinencia de las medidas aplicadas, es imposible que ninguna administración, autonómica o superior, se atreva a ensayar nada distinto a la política de golpes de timón semanales que venimos sufriendo desde el 14 de marzo de 2020, así que tardaremos en volver a algo parecido a un intercambio sensato de ideas sobre la utilidad o las contrapartidas de las restricciones, y seguiremos escuchando a los portavoces de la autoridad proferir sus monsergas contra el hedonismo que presuntamente está detrás de las críticas. Estos moralistas no deberían olvidar que lo que la mayoría de las personas echa de menos no son las comilonas o el consumo de mercancías (que son los goces que las restricciones no han tocado, regalando un nicho descomunal a las plataformas de ocio televisado y consumo en línea), sino el placer más gratuito que pueda haber: las relaciones humanas cara a cara.
Esta discusión sobre nuestra reacción a la epidemia no es solo política. Conlleva también derivaciones sociales y morales que no dejan de retrasar una verdadera aceptación de la existencia de la enfermedad, aguardando a que el gobierno y sus restricciones, o más bien los científicos de ciertas empresas privadas, «hagan algo». Esta actitud propia de niños a la espera de que los adultos arreglen un problema que a ellos se les escapa por completo, aunque estén sufriéndolo de lleno, corresponde a una concepción de la vida y de la muerte que hay que combatir, aunque a corto plazo lo más seguro es que esta ideología del bienestar a cualquier precio no haga más que agravarse. La gesticulación desmedida ante el cómputo de muertos por covid-19 es proporcional a nuestra sumisión a una vida vaciada y dedicada al trabajo (para quien lo tenga, y más ahora), a pagar una hipoteca o unas vacaciones, o a la escolarización desde los «0 años». Desvanecida la idea de progreso, tanto en el cielo como en la tierra, «desaparece también la confianza en que sea posible influir en el curso de los acontecimientos», apunta Donatella Di Cesare en su libro ¿Virus soberano? (2020), y añade: «Todo resulta ser terriblemente irremediable. Precisamente porque la Historia pierde significado, cada existencia hace su historia, dispersa y separada en un destino singular e indescifrable. […] Se hace entonces imposible leer la derrota propia en una Historia cuyo resultado está todavía por decidir, ver la vida propia como contribución a la construcción de un mundo distinto […]. Así es la privatización del futuro, fuente no solo de angustia sino también de violencia generalizada. Se entrega la existencia tan solo al recorrido de su vida física, se relega a la propia biografía, en cuyo seno se concentran todas las expectativas. Esa es la razón por la que el cuerpo adquiere un valor tan decisivo, un lugar donde se desarrolla hasta el final la lucha contra el límite de la muerte. […] Cada uno cultiva su propia utopía individual, una quimera hecha de éxito, riqueza, prestigio. La mayoría está destinada al naufragio».
Para hacer frente a los embates venideros, que incluirán tarde o temprano nuevas epidemias y por supuesto una penuria inevitable como consecuencia del pillaje de recursos materiales, hará falta otra cultura de la muerte, y esto solo significará algo como parte de una nueva concepción de la vida, que renuncie también al narcisismo bajamente materialista (y al pavor a la muerte que es poco menos que su corolario) que se promueve desde el mercado del ocio o incluso desde ciertas ideologías con barniz crítico.
Que los imbéciles crean que estamos reivindicando aquí algo así como el «vivir peligrosamente» del fascismo. Más acertado sería pensar en una vida merecedora del epitafio que aparece en las primeras páginas del Finnegan’s Wake de Joyce: «They lived und laughed ant loved end left»; lo que, traducido de mala manera, podría significar «vivieron y rieron y amaron laboriosamente y al final se marcharon». Esto es fácil de decir, claro está, pero es la única empresa que puede tener sentido cuando, honradamente, cualquier perspectiva de transformación revolucionaria de la sociedad ha sido clausurada para mucho tiempo; o, por lo menos, en un sentido contrario a la revolución neoliberal e individualista de las últimas décadas. Cuando la contestación social se limita hoy día a recordar las diferencias de clase entre ricos y pobres (que desde luego no hacen más que ensancharse por culpa de la gestión de la epidemia) y deja de lado por completo la crítica de la alienación, esto es, de lo que caracteriza la existencia que se lleva en el seno de las sociedades de la abundancia industrial, volver a cuestionar el ideal de vida, no ya en sus aspectos negativos (depresión, ansiedad, soledad, etc.), sino en sus supuestas bondades, puede ser una manera de iniciar la recuperación de un nuevo objetivo y volver a poner la vida en el centro de la crítica de la sociedad, actualmente tan necesaria como ausente.