Tarde, mal y nunca
Vicente Carrasco ‘Bixen’
Emigrar, irte a buscarte las castañas más allá de donde dar voces en el bar estar mal visto, tiene muchas cosas buenas. Muchísimas. Pero hoy voy a hablar de las malas.
De las mierdas de estar lejos. Aquí, donde la gente habla muy bajito.
Y no voy a hablar de choques culturales, como que siempre hablas demasiado alto, o no sabes que hay colas de una sola persona y si te la saltas eres igual de capullo que si te saltas una cola de 22,000 personas.
Días atrás me enteré de pura casualidad de que uno de mis restaurantes favoritos, un asador argentino en Gasteiz, ha cerrado y el local lleva meses puesto en alquiler.
Enterarme de esto me dejó tocado porque ese sitio está lleno de recuerdos, además de que hacían una entrañita tan extraordinaria que no era fácil de encontrar esa calidad ni en Buenos Aires, a decir de un aborigen al que llevamos para que probara pero sin que dijera nada para que no le notaran el acento. Pero no nos vayamos al “sembrao”.
En este restaurante tuve una comida de despedida aquella vez que fui súbitamente invitado a buscar trabajo porque me quedé sin él. En este mismo sitio quedé para comer con un amigo justo antes de emigrar y me encontré ahí con cuatro más que aparecieron por sorpresa, uno de ellos específicamente para esta comida desde Barcelona. Entre semana. A este restaurante iba cuando necesitaba darme un homenaje, aquí me llevaban cuando me había portado bien y también cuando no me había portado nada bien pero querían hacerme un mimito.
Y a este sitio llevaba sí o sí a las visitas. Y es en este lugar donde vi por última vez a mi ex-cuñado (¿existe eso? ¿Se puede tener ex-cuñados?). Porque me enteré de que una de las visitas que esperaba tener en agosto no puede ser debido a que un accidente locomotriz ha tomado esa decisión por mi visita y por mí; y puestos enterarme me enteré de que mi ex-cuñado se murió de cáncer hace un par de meses. El puto cáncer. Y una de las mejores personas que he conocido nunca.
Un tío que aprendió a hacer fotografías para poder hacerle fotos a su primera hija. Y qué fotos. Con una digital del año 2000 más bien lenta. Qué tío más bueno. Tenía esa mirada y sabía captar esos momentos que distinguen a los buenos retratistas. Un tío al que solo vi cabreado de verdad cuando Martxelo Otamendi habló antes las cámaras a las puertas de la prisión y contó lo que contó.
Ese día fui a trabajar a Bilbo (no precisamente temprano) y en el bus viajábamos siete u ocho personas. Yo iba leyendo el relato de aquellas torturas e iba llorando. Miré para atrás en el bus y vi a otras dos personas, sentadas solas, leyendo, con la cara pálida. Una llorando también. Me faltó el valor para mirar al resto de la gente pero creo que la mayoría estábamos en el mismo globo. Así que allí estábamos igual de cabreados mi (entonces) cuñado y yo. Indefensos y cabreados. Tengo muchísimos recuerdos buenos de él y hasta ese recuerdo malo (que es el único) es bueno también.
Una de las mayores mierdas de emigrar es que te pierdes cosas. De algunas ni te enteras y te pierdes un montón. Además sabes que vas a llegar tarde a muchas cosas urgentes y te enteras tarde, mal y nunca de muchas otras. Tarde, mal y nunca.