¿Servicios o derechos?
Óscar Gómez Mera
Muchas veces al hablar de servicios públicos creemos que nos estamos refiriendo en exclusiva a servicios esenciales para la sociedad, aquellos que tienen una presencia especialmente significativa en modelos como el del Estado del Bienestar. Y no deja de ser cierto, pero hasta cierto punto.
Algunos servicios públicos no son sólo servicios públicos. Porque la telefonía, la policía o incluso el ejército pueden ser considerados servicios públicos. Pero la sanidad, la educación, la ayuda a la dependencia, la vivienda, los servicios sociales de base, y yo también añadiría el sistema público de pensiones, no son sólo servicios públicos. Son ante todo derechos universales, muchos de ellos derechos humanos recogidos en la declaración universal de 1948. Y tales derechos deben anclarse como derechos subjetivos que no están sometidos a presupuesto, sino que deben ser prestados por los poderes públicos aún y cuando la partida presupuestaria se haya agotado. Sería ésta la única manera de garantizar la universalidad e igualdad de las necesidades que estos derechos deben satisfacer.
Habrá quien diga que ello es imposible, que el presupuesto da para lo que da, que es una propuesta demagógica, que es irrealizable y otras lindezas por el estilo. Pero no es nada que no hagamos ninguna de nosotras siempre y cuando nos lo permita nuestras maltrechas economías. Cualquier familia que se pueda permitir el hoy lujo de que le sobre dinero después de abonar la hipoteca o el alquiler, llenar la despensa, pagar agua, luz, gas, comunidad, seguro, transporte, ropa… tiene varias posibilidades. Una es acumularlo para en verano irse de vacaciones a Eurodisney. Otra es hacer provisión del mismo para hacer frente a la visita al dentista, a la operación “vuelta al cole”, a reponer la lavadora que está en las últimas o a abonar la derrama para pintar el portal. Porque sería ideal poder irse a Eurodisney y hacer frente a todos los gastos extras, y habrá quien pueda hacerlo, pero me atrevo a decir que no es lo tónica general en la mayoría de las familias.
Llevar a término lo que he expuesto anteriormente no es ninguna utopía. Sólo hacen falta dos cosas. La primera es voluntad política. Poner en el centro las necesidades básicas de las personas debiera ser el motor que impulsase cualquier iniciativa política. De nada sirven los cargos políticos y quienes los ocupan, de nada sirve todo el Estado y sus engranajes si no es para garantizar derechos tan esenciales como la sanidad, la vivienda, la educación, las pensiones y unos servicios sociales de base que garanticen la atención a la dependencia y unos ingresos que nos permitan comer todos los días cuando se nos niega la posibilidad de trabajar para obtener esos ingresos. Y que para ello hay que destinar el dinero a lo primordial y suprimir de forma drástica lo superfluo. Y si aun así es insuficiente hay que aumentar los ingresos directos.
La segunda cuestión es que si queremos hacerle entender a los poderes públicos que queremos que se cubran todos esos derechos sin miedo a quedarnos sin dotación presupuestaria, tenemos que ser nosotras las primeras en asumir que todo ello tiene un coste. No sólo vía impuestos. Tenemos que asumir que a lo mejor en nuestra provincia no tiene que haber un aeropuerto. Que ese tramo de autovía que falta para unir la ciudad donde residimos con el pueblo de la abuela no se va a acabar construyendo. Que no es posible que el equipo de fútbol de nuestra ciudad tenga un estadio nuevo sufragado en parte con fondos públicos. Que el AVE no tiene que pasar por todas las capitales de provincia. Que nuestro partido, nuestro sindicato, nuestra organización empresarial, nuestro cura, nuestra mezquita y nuestro centro cultural autonómico lo tenemos que financiar con nuestro dinero. Que no se pueden poner parques y bancos nuevos en vísperas de todas las campañas electorales. Que las luces de Navidad no son necesarias para celebrar nada. Que es preferible tener derechos humanos en vez estrenar variantes y adoquines. Queremos salvar el planeta y limpiarnos el culo con toallitas húmedas, y las dos cosas no se puede.
NOTA: Quiero desde estas líneas pedir perdón a los compañeros Iosu Balmaseda e Iñaki Uribarri por haberme apropiado de su idea para escribir esta columna de opinión. A la par que darles las gracias por tener semejantes ideas.