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La desavenida del Ejército

Jose Mari Esparza Zabalegi 

· Editor

 Los militares dan pocas opciones: se les obedece, se les combate o se pone tierra por medio. Pocas veces tiene un ciudadano la posibilidad de discutir con alguno de ellos como personas normales.

Por eso hay que agradecer al General Palacios que podamos rebatirle su artículo «Desprecio a un gesto de generosidad del Ejército», en el que muestra su enfado por la decisión del alcalde Asirón de quitar el nombre de Avenida del Ejército y cambiarlo por el de Catalina de Foix, la última reina de la Alta Navarra independiente. Una decisión, dice el mílite, «basada en la pobreza de espíritu y movida solo por la inquina y el rencor… en la imposición ideológica y en la aversión al otro». Nork nori.

Como opinión, vale. Pero cuando Palacios afirma que la avenida fue «abierta y construída en aquellos inmensos espacios que fueron donados generosamente a Pamplona por esta institución», a uno le recorre un escalofrío por el espaldar histórico. Porque, señor General, esos terrenos tan generosamente donados habían sido antes robados, manu militari, por su filantrópica institución. Como fueron robados castillos o regaladas las murallas de nuestras ciudades a los militares castellanos que participaron en la conquista. La desesperación de Navarra en 1523 la expresaban así sus Cortes: «la gente de Guerra que en el Reyno está les ha hecho y hace muchos agravios… maltratándoles en sus personas y bienes a cuya causa han acaecido muertes, heridas, violencias y daños. Lo cual es en grande deservicio vuestro y total perdición y desolamiento del dicho nuestro Reyno».

En 1569, Felipe II planteó la construcción de una fortaleza en Pamplona, la Ciudadela, «para sujetar la voluntad de los naturales», como se decía con descaro. Fue la primera gran comisaría de Navarra. Eran soldados «de tierra sana», como los quería el virrey, que reconocía que no había en el Reino «nadie del que se pudiera fiar». Los trabajos forzados en las fortificaciones arruinaron al Reino durante décadas. En 1573, las Cortes navarras protestaban por los abusos del virrey Gonzaga, que obligaba a la gente a trabajar «no pagándoles sus jornales y padecen mucha hambre y trabajo; y muchos hombres honrados son compelidos de pedir limosna en Pamplona para comer y trabajar en las obras, por no pagarles ni dejarles ir a sus casas… y si no se remedia el Reyno quedará destruido por muchos años».

A los de Esteribar les colocaban cepos solo porque pedían «el salario debido por su trabajo». Famosa fue la compañía del capitán Diego de Ceniceros, por sus «grandes desórdenes, daños y excesos y forzamientos de mujeres». El capitán Sancho Ximeno exprimió durante años a Estella, «obligando a los vecinos a darles sustento necesario quitándoselo de sus mujeres y de sus hijos». En 1575, Olite se levantó contra los excesos de la compañía del capitán Priego. Poco después eran Sangüesa, Lumbier y Val de Aibar las que se quejaban de la tropa del capitán Latras. Idoate cita un proceso de Gares contra los alojamientos de tropa, donde un testigo declaró que esos abusos se producían «desde que vinieron los españoles a la villa».

A los 60 años de la conquista, las Cortes navarras hacían un balance terrorífico: «la dicha gente de Guerra en los pueblos donde han estado y están de aposento constriñen y compelen, a cuya causa, ha ido este daño y vejación en tanto aumento, que todos o los más pueblos deste Reyno están destruidos, y perdidos; y los vecinos dellos en grandísima necesidad (…) Y por causa destas, y otras muchas vejaciones, se van asolando los lugares, y despoblados de vecinos; y se sabe de cierto, que más de quinientos vecinos de este Reyno, se han pasado a vivir a los Reynos de Aragón y otras partes por no poder sufrir estas vejaciones continuas».

Ejército español y peste fueron sinónimos en Navarra. Y los siglos siguientes continuaron igual, robando a los naturales y haciendo obras a sus expensas, como el fuerte de Ezkaba, el de Estella o Santa Lucía de Tafalla. En ellos se acuartelaron los Húsares de Pavía y Villarobledo, regimientos de Tetuán, Sevilla, Castrejana, Saboya, Cantabria, Puerto Rico, Zamora y muchos otros, amargamente famosos en nuestros pueblos. Finalmente, con el autodenominado «Ejército de ocupación», en 1878 se instaló el regimiento América 66, destinado, como dicen sus Anales, a «la custodia de Navarra» y dedicado, entre otras cosas, a reprimir los alzamientos comunaleros en Villafranca, Valtierra y Falces. De la guerra de 1936, mejor ni hablar.

Si en lugar de tantos catálogos de tanques el General Palacios estudiara un poco nuestra historia, tal vez entendería porqué los vasconavarros fueron siempre tan refractarios a las academias militares y al servicio militar. Y por qué es más fácil hallar un navarro en la Artántida que en un cuartel.

La Avenida del Ejército era un homenaje a la violencia y al expolio. Una humillación para Navarra. El cambio de nombre era una reparación necesaria. Y trocarlo por Catalina de Foix, la primera mujer navarra que tuvo que exiliarse por aquella invasión, es un acertado ajuste de cuentas con la historia. Es el Ejército el que hoy sostiene la monarquía que sufrimos, no la cuitada Catalina. Digan lo que digan los puristas, dignificar esa avenida ha sido un acto republicano.

Y lo dicho, sería bueno que, como Palacios, los generales polemizaran más con bolígrafos y menos con misiles.

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