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Juventud eterna

Oscar Gomez

Óscar Gómez Mera

Si nada ni nadie lo remedia en diciembre cumpliré 40 años. Hace ya unos cuantos años que no me considero una persona joven. Cada vez que digo en voz alta que ya no soy joven, que ya estoy disputando la segunda parte del partido o que circulo cuesta abajo y sin frenos, la gente se escandaliza y se rasga las vestiduras.

Juventud, esa etapa de la vida comprendida entre los 18 y los 79 años. Vivimos en la era de la juventud eterna. La esperanza de vida ha aumentado en los últimos decenios. O eso nos venden para que corramos raudas y veloces a contratar un plan de pensiones. De la calidad de dicha vida nadie dice ni pío, no nos vayamos a dar cuenta de que a lo mejor no nos compensa vivir más años si la calidad de los mismos empeora considerablemente.

Cada vez que llega nuestro cumpleaños no se trata de un año más, sino de uno menos. Cada vez que es viernes no es un fin de semana más, es una semana menos. Cada día 30 no es un día de cobro, es un mes menos.

Empezamos a morir desde el instante en que nacemos. Pero nos han construido una vida basada en la negación de la muerte. Solo se mueren las personas muy mayores, las enfermas y las que cruzan los semáforos en rojo. Y nosotras nunca vamos a enfermar, siempre cruzamos por los pasos de cebra respetando el color de los discos y lo de la vejez se nos antoja muy lejano.

Esta filosofía, por denominarla de alguna manera, de la juventud eterna no es más que otro elemento de dominación. Vamos a vivir muchos, muchos años. Y tenemos que vivir con el miedo en el cuerpo pensando permanentemente en el futuro. En no perder el puesto de trabajo. En encontrar uno si ya lo hemos perdido. En ahorrar para cuando nos jubilemos porque no va a haber pensiones. En adquirir una vivienda en propiedad y a ser posible otra para nuestras hijas que vivirán muchos más años que nosotras. Y así, hasta el infinito y más allá. Porque si viviésemos pensando que nos podemos morir mañana, incluso hoy mismo, a lo mejor no contrataríamos hipotecas ni planes de pensiones. Abandonaríamos nuestros empleos para ir a recorrer mundo con una mochila a la espalda por todo equipaje. No nos empeñaríamos en consumir, en acumular. Dejaríamos de preocuparnos por un futuro que a lo mejor nunca llega. Porque cuando el futuro llega siempre es este presente de mierda al que nos han condenado sin consulta previa, y que nos venden como el único posible.

La mejor definición de futuro que he oído hasta el día de hoy es la que da el personaje que interpretó Federico Luppi en la película Lugares comunes de Adolfo Aristarain: “El futuro es ilusorio, es una trampa que se inventa el sistema, cualquier sistema, para que la gente se acobarde y agache la cabeza, y trabaje, y produzca, y se haga esclava por miedo al puto futuro”.

 

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