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Hungría, tierra soñada por mí

Bixente Carrasco

Vicente Carrasco ‘Bixen’

Al calor, mejor dicho, con el calentón de la vergüenza que pasé (porque algunos no la pasaron) a cuenta de esa pobre gente huyendo de la guerra y tratados como perros escribí esto.

Últimamente estoy conociendo personas de todas partes. De muchas partes. De casi todos los países de Europa, de muchos de Asia, de algunos de América y alguno que otro de África ya va cayendo. Es curioso cómo ya no te puedes fiar mucho de la pinta de la gente (hablo del color de la piel y el pelo, aunque también de la ropa) porque estamos ya todos muy mezclados y compartimos muchas referencias culturales. Pero el mismo chasco se lleva uno cuando piensa que somos muy distintos como cuando va uno y asume que los valores comunes son muy comunes.

Un húngaro que conozco me dijo hace unos meses que esos que desfilan uniformados por ciudades y pueblos de su país antorcha en ristre y echan a los gitanos de esos pueblos que visitan no son nazis. Son, según él, es el ADN del pueblo que reacciona. Y además es la gente de esos pueblos y ciudades quienes les invitan, de lo que habrá que deducir que no son nazis en absoluto ni los invitados ni los huéspedes. Con esa explicación es fácil de entender que no quisiera rascar mucho más. Una cosa es querer conocer gente muy, muy, muy diversa y otra cosa ya es esto.

Mi madre usaba la palabra “húngaro” para describir a gente en una situación parecida o aún peor que la de los gitanos trashumantes que yo mismo llegué a ver en los 70 y 80, todavía viviendo en carretas tiradas por caballerías. Me contó que recordaba gente que venía huyendo de la guerra años después de acabar La Guerra (la Civil Española). Húngaros eran, por lo visto. Y eran iguales que la gente que ella recordaba huyendo de la La Guerra en su pueblo, en la carretera entre Madrid y Valencia, lugar de paso. Pero estos no tenían ni el idioma siquiera para pedir una naranja o un trozo de pan para los niños que les acompañaban.

Cuando alguna vez me dijo “anda, que pareces un húngaro” no era despectivo, solamente me estaba diciendo en una palabra que llevaba muy malas trazas. Las peores.

En Hungría los nazis contaron con la colaboración de un gobierno títere durante gran parte de la Segunda Guerra Mundial y lo toleraron hasta que se hartaron de esperar. Después ocuparon Hungría y entregaron el poder al Partido de la Cruz Flechada, “panhungaristas”, pro-alemanes y nazis entre los nazis. En solo unos meses enviaron a cientos de miles de judíos húngaros a Auschwitz y no acabaron con todos ellos (a pesar de la prisa que tenían porque los rusos estaban ya llamando a la puerta) porque los nazis les echaron el alto. Estaban pagando ellos la deportación y no los propios judíos. La eficacia de las SS tenía su lado comercial, pero al parecer los nazis húngaros se dejaban llevar por su ardor eliminador y ni siquiera expoliaban a los judíos antes de enviarlos a una muerte segura.

Este tipo que me contaba esa versión como de Walt Disney de las milicias neonazis que campan a sus anchas por su país me dijo el otro día prácticamente en la misma frase que el trato que se dio a Alemania, a los alemanes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial fue muy injusto. Un inglés allí presente dijo que sus dos abuelos lucharon contra ellos a lo que añadió una expresión que voy a traducir como “por mí se pueden comer comer una mierda así de alta” (poniendo la mano casi a un metro del suelo). Sin arredrarse, añadió que ambos bandos usaron esclavos a millones para la producción militar. Cuando vio una cierta resistencia a alcanzar un quorum en torno a esa manifestación nos dijo que es una pena que los pueblos europeos se hubieran enfrentado así unos con otros en una guerra causada por los judíos. Cuando me estaba levantando de la mesa estaba ya usando el último cartucho, esto es, que hubiera sido mejor que el comunismo nunca hubiera existido. “Es una bonita teoría, pero totalmente irrealizable”, dijo uno. No me quedé a escuchar la réplica por si acaso.

Bueno. Pues para que os hagáis una idea, incluso un sujeto como este se ha ido del país. Según él es el típico sitio del que todo el que puede se va. Como se fueron a montones huyendo de los rusos (con razón o sin ella, nazis o no, que para eso el miedo es muy libre) cuando les pasaron por encima a los nazis en 1945, como se fueron por decenas de miles tras la revolución húngara de 1956. Y como se está yendo ahora mismo todo el que puede en cuanto tiene una buena ocasión.

Eso sí, entre los que se quedan hay un montón de energúmenos que se aplican con toda su alma a martirizar a gente que huye de una guerra con un hatillo al hombro y un niño en brazos que lo único que quiere es cruzar el país. Cómo explicarle a esos bárbaros que no, que esa pobre gente lo que quiere es cruzar lo antes posible, que no había la menor probabilidad de que quisieran quedarse ya antes de que los trataran como si fueran una plaga.

Cómo explicarle al canalla que tienen de primer ministro que si hace todo eso para defender “la identidad cristiana de Europa” puede meterse la identidad, la cristiandad, y su trozo de Europa por donde amargan los pepinos. Cómo explicarle que no quiero que me proteja. Que alguien que cruza en patera el Mediterráneo, que cruza andando (¡andando!) los Balcanes, echa andar en Grecia y llega hasta el Danubio tiene muchos puntos de ser de los míos. Iraquí, sirio, afgano, kurdo o de donde sea.

Me da igual si tiene amigos imaginarios o no, porque como decía la canción quienes sufrimos los gases lacrimógenos somos siempre los mismos.

Ahora, un poco más reposado, intento poner en el mismo puzzle todo esto que escribí hace dos semanas con dos tipos que conozco, hijos de refugiados de otras guerras (una de los 90 y otra de los 70). El uno, que vino como refugiado siendo un niño, me dijo que es evidente que hay que poner un límite porque si no 50 millones de personas van a intentar entrar en Europa y eso no se puede permitir. No hay para todos, según él. Todo esto dicho en un país, Suecia, donde otra cosa no, pero sitio, lo que se dice sitio, hay. Al otro, nacido aquí pero hijo, nieto y bisnieto de refugiados y víctimas de genocidio, le parece estupendo que la policía maltrate a extranjeros.

Yo ya no se qué hacer con esto. Me voy a la calle, que ya casi hiela por las noches, a colgar comida para los pájaros de las ramas de los árboles. He comprado varios formatos en distintas tiendas para ver cuál tiene mejor aceptación. Los pájaros son preciosos y hacen un mundo mejor. O por lo menos no son unos asquerosos que lo hacen peor. Solo por eso ya me tienen ganado.

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Estocolmo. · PHOTO · Vicente Carrasco ‘Bixen’

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