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El cuentito del disfraz de tigre

CARLOS LÓPEZ PARDO

A punto de cumplirse 87 años del bombardeo de Durango, la esfera pública vuelve a llenarse de discursos que normalizan y defienden la escalada armamentista.

“Sánchez culmina en Bruselas una semana de escalada del mensaje belicista

El presidente del Gobierno defiende aumentar la «capacidad de disuasión, seguridad y defensa» de la UE en el actual contexto. «La guerra en Ucrania está siendo de una especial crueldad. Estamos casi como en la Primera Guerra Mundial», apunta Margarita Robles.” 

Este titular que aparecía en un periódico me ha hecho pensar en una anécdota de hace pocas semanas.

A veces voy con mi hermana y mi cuñado a buscar a mi sobrinillo a la escuela. Tiene cuatro años. Una tarde salió enfurruñado..

“Qué te pasa?”, le preguntó mi hermana

“Me han castigado. Porque le he hecho daño a Aitor. Estaba llorando y ha venido la cuidadora.” Pausa expectante. “Es que yo era un tigre y tenía que cazar, y me he escondido detrás de la planta y cuando pasaba Aitor, me he tirado encima y la planta se ha caído y se ha roto … y luego, la cuidadora me ha mandado al rincón”.

Esta historia, la misma en diferentes versiones, la he oído muchas veces. Me resuena una, muy antigua. Una de hace quizá tres mil años. La  voy a contar según la recuerdo de mis lecturas juveniles. El libro en que se cuenta, la Ilíada, debe de estar por alguna de las estanterías de la casa de mi madre, que, como su memoria, andan un poco desordenadas.

En la guerra de Troya, Aquiles, el de los pies ligeros, se había enfadado terriblemente con el rey Agamenón porque éste, yo creo que con la intención de demostrar quién era el jefe, le había ofendido. El caso es que se negaba a luchar hasta que su honor fuera restablecido.

Los troyanos, envalentonados porque el mejor de los guerreros griegos estaba en una especie de huelga de brazos caídos, estaban haciendo auténticos destrozos entre los ejércitos que comandaba Agamenón.

Patroclo entendía el resentimiento de su amado Aquiles, que había sido humillado por el jefe, pero, cuando los troyanos estaban ya a punto de incendiar las naves griegas, lo que les impediría la vuelta a casa, le lanzó una reprimenda. Le parecía que con su enfado estaba llevando las cosas demasiado lejos. Le propuso que le dejara ponerse su armadura, llevar su escudo y todas las armas que los dioses le habían regalado (Aquiles era un héroe que por lazos de familia estaba muy bien relacionado con ese sector puntero de la industria armamentística). Estaba seguro de que sólo con ver brillar aquellas armas, los troyanos huirían como conejos asustados.

Aquiles no estaba convencido. Finalmente, cedió a casi todo (no le dejó usar su lanza, no recuerdo por qué). Pero le insistió mucho en que hiciera sólo eso: mostrarse con sus armas y hacerlos huir. Le pidió expresamente que no se lanzara a perseguirlos en su huida.

Así fue como Patroclo se puso al frente de los griegos e hizo huir a los troyanos. Pero, en un momento fatal, poseído por la fuerza prestada de sus armas prestadas, no hizo caso al consejo de su amado Aquiles y siguió combatiendo hasta llegar a las murallas de Troya. Allí se enfrentó directamente con Héctor, el mejor de entre los troyanos, y fue abatido de una lanzada en el vientre.

Aquiles lloró a su amado Patroclo, y se vengó matando a Héctor, pero murió a manos de Paris. Troya fue destruida, y los troyanos y las troyanas acabaron muertos o esclavizados.

Ya sé que ustedes, que leen este medio, son tan listos como mi sobrinillo y no necesitan que yo les explique nada. Pero, aunque es altamente improbable, me gustaría que este cuento lo escuchara también otra gente, gente importante que anda encasquillada en cuestiones de poder y dinero. Esos asuntos enturbian mucho la claridad de la mente, así que, por una vez, permítanme ser didáctico.

Señor Úrsula von der Layen, señor Pedro Sánchez, señor Margarita Robles, señores y señoros todos que manejan nuestro poder y nuestro dinero: por favor, no compren trajes de tigre. Todos sabemos lo que pasa cuando alguien se pone un disfraz de tigre: hay un momento fatal en que el disfraz se apodera de tu voluntad, el disfraz te convence de que eres un tigre, te obliga a actuar como un tigre. Te lanzas a la caza, haces daño a alguien, rompes la planta y todo el mundo acaba llorando.

Si quieren emplear su tiempo en algo verdaderamente útil, yo creo que Neruda, en el poema “Explico algunas cosas”, les puede dar algunas pistas. Provoquen aglomeraciones de pan palpitante, procuren que el aceite llegue a todas las cucharas, que resplandezca delirante el fino marfil de las patatas, que los tomates se repitan hasta el mar… que un profundo latido de pies y manos llene las calles. Busquen, se lo ruego, la manera de alentar esa aguda esencia de la vida.

Tengan en cuenta que los adultos no tenemos una cuidadora que nos mande al rincón de pensar. Y que después de esos desastres, los rincones donde uno podría pararse a pensar suelen acabar irremediablemente rotos.

Ayúdanos a crecer en cultura difundiendo esta idea.

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