¿Qué clase de historia sería esta?
Vicente Carrasco
Si leyendo las versiones oficiales de los sucesos de Altsasu, según los cuales una pelea de bar se convirtió en un ataque coordinado perpetrado por una horda de abertzales versados en artes marciales que no pudieron sino arañar un poco a dos hombres hechos y derechos (y sus respectivas allí presentes) me pusiera a fantasear, quizás se me pudiera ocurrir algo como esto.
Unos cuantos hombres están de celebración en un bar de un pequeño pueblo del sur de Bizkaia. Estamos en los estertores del siglo XX. Una noche entre semana como ese nadie podría esperar que hubiera más de tres en ese bar, pero solo con esa cuadrilla el bar está lleno, porque no son muchos pero beben mucho y hacen mucho ruido. Ocupan el centro del bar, que como tantos bares vascos es un pasillo con una barra a un lado y si te quedas a mitad del bar todo el que entra o sale lo hace cómo y cuando tú quieres. Son de fuera y son policías. Que son de fuera se puede ver a kilómetros y que son policías lo dicen ellos a cada rato de palabra y obra.
Si estuviera fantaseando todavía, diría que celebran que un juicio contra ellos se ha quedado en nada. Ese juicio sería, por decir algo, para dirimir si un militante de ETA que se cayó por una ventana de la comisaría mientras estaba sin esposar y acompañado de un solo agente realmente se cayó por esa ventana, realmente estaba acompañado solo por un policía y si ahí todo fue como dice la versión oficial. Otra de esas versiones oficiales. El juicio no sería por otra cosa que por imprudencia temeraria con resultado de muerte, que uno puede elucubrar pero tampoco se chupa el dedo.
Que son policías tampoco haría falta que lo dijeran porque se les notaría a la legua, prosigo con mis cavilaciones. Pero lo dirían gustosamente como explicación de que todo eso que se estarían bebiendo no lo pensaban pagar. A la camarera, que está casi sola en el bar y muerta de miedo, le darían recuerdos para el dueño del bar, que está en prisión preventiva, lo detuvieron ellos, le dirían. Los tres viejillos presentes apurarían sus vinos y se largarían a toda mecha. Uno de aquellos hombretones de la celebración, porque estoy lanzadísimo, le diría a la camarera que mucho se tendrían que torcer las cosas si esa noche no iban a acabar follando ella y él. Y otro pediría más copas dando palmadas en la barra. Que esa camarera se le distraía con una mosca que pasara, coño.
Todo son imaginaciones mías, pero cuando detuvieran al dueño del bar se llevarían a media docena más. Cuando se lo llevaran de su casa su padre allí presente no podría consentir que los señores agentes se fueran de vacío y les prepararía café. Acaso porque con toda su buena intención creería que podría suavizar las cosas un poco y le pegarían menos a su hijo. O porque hay gente para todo. Mejor dejarlo así. A otro de los que se llevaron le abriría la puerta a los hombres de Harrelson su hermano, que estaba despierto hasta las tantas. Cuando se lo llevaran, su hermana pequeña, por animarle, le diría “Eutsi gogor! Tinko!” y a él se le pasaría por la cabeza que quizás su hermana podría callarse un rato y no dar a aquellos sujetos la impresión de que no habían encontrado nada pero quizás lo habría porque aquella chavalita en pijama no parecería aterrorizada ni mucho menos. Cartas, fotos, libros, apuntes de la universidad… todo en cajas y nunca más se supo. Para dar un toque de humor disparatado dentro de la inmensa seriedad que destila todo esto, pondría a un hombre de Harrelson intentando llevarse una ikurriña que estaba puesta en la pared como prueba y a la secretaria del juzgado diciendo que no, que una ikurriña no es prueba de nada y que basta ya. Y el robocop que sí.
Puestos a imaginar diría que habían ido a “quitar el agua al pez”, es decir, detener a los sospechosos y también a su entorno más o menos inmediato, todo el mundo al furgón, pero en mi imaginación lo harían tan tarde y tan mal que sólo fueron a por los que pensaban que quizás tenían algo que ver con algo, pero sobre los que no tenían nada que no fueran conjeturas y suposiciones sujetas con pinzas. Ni escuchas, ni nadie les había señalado, ni les habían visto ni oído hacer nada. Porque la imaginación es libre y la mía ahora lo es mucho y quienes sí pensaran que podrían ir a por ellos esa noche (estamos en un contexto donde esos pensamientos son mucho más reales que la pura paranoia, un contexto de pura fantasía como es mi cabeza ahora mismo), se avisarían discretamente unos a otros y esa noche se irían a dormir a otro pueblo. Nadie se creería que se pudieran ir a dormir todos juntos al mismo pueblo, porque serían una cuadrilla demasiado grande, que inevitablemente se perdería de bar en bar hasta que llegara la hora de irse a dormir, algo que sucedería bastante tarde primero por la adrenalina y luego porque una vez dentro del laberinto tanto da blanco que tinto. ¿Quién se podría creer una majarada como esa?
Pero no puedo parar. A ese militante de ETA lo estuvieron buscando en muchos sitios antes de detenerlo. Y uno de esos sitios era este pueblo con muchos bares, a veces vacíos y a veces no. En la plaza del pueblo aparecería una furgoneta que nadie conocería de nada, lo normal en un pueblo pequeño. Nadie la vería llegar y nadie vería a nadie entrar ni salir de ella. Una furgoneta que de puro discreta llamaría la atención.
Totalmente anodina. Tan anodina que prácticamente todo el pueblo hubiera estado al tanto de que hay una furgoneta muy rara en una esquina de la plaza. Al cabo de unos días la furgoneta, que poco a poco se hubiera quedado totalmente rodeada de espacios vacíos donde nadie querría aparcar, desaparecería como había llegado. Sin ruido. Sin poner nervioso a nadie.
Ese militante de ETA sería detenido en esta película que me estoy montando, pero para añadirle más salsa al asunto diría que envió una carta a sus compañeros unos días antes de que le echaran el guante y en ella contaría una historia todavía más loca que la que estoy contando, que la policía autónoma vasca le había detenido, drogado, interrogado durante días y luego soltado para ver qué hacía. Como hay que implicar a todo el mundo menos a los miñones de la diputación foral alavesa, añadiría que en estado de gran confusión sería la policía municipal de algún sitio la que lo hubiera detenido, la policía autónoma vasca la que le interrogó en primer lugar y por alguna razón acabaría en manos de la policía nacional, que es cuando se acabaría cayendo por una ventana.
Unos días antes otra detenida por las mismas razones, pero sin relación alguna con él, moriría de un ataque cardíaco en un cuartel de la Guardia Civil cerca de Madrid. Su foto estaría en todas las esquinas, con ikurriñas con crespón negro, antorchas, pebeteros frente a la foto y la bandera. Tan real me parece esta imagen que me estoy montando en la cabeza que, cuando en invierno los comerciantes suecos hacen lo que pueden para iluminar la oscuridad total de las calles y la entrada a sus comercios y bares ponen pebeteros y yo me acuerdo de aquellos pebeteros, aquellas fotos y aquellos crespones negros que me imaginé en recuerdo de esta detenida que hubiera muerto en una mazmorra y no cayéndose de la ventana de una comisaría, que qué ocurrencias tengo.
Estoy en canción y no puedo evitar imaginarme que el ardor guerrero y el pijama de su hermana pequeña no hubiera preparado a nadie para nada, pero mucho menos para un interrogador dialogante que se presentaría como fascista y (casi) sin violencia de ningún tipo. Para caracterizarlo yo pondría una bandera con el pollo en el archivador, un retrato del rey y un recuerdo de la policía de El Salvador para que se vea que ha visto cosas. No todo va a ser la caricatura propagandística del interrogatorio sanguinario con bañera, bolsa, simulacro de ejecución, gritos de un familiar desde la celda de al lado, drogas en el agua, privación de sueño o inserción de objetos en el ano con los ojos tapados. Pura propaganda. En este caso pura ficción, pero sería la de otros.
La mía presentaría un tour de force entre un interrogador que sabe que no tiene nada y un detenido que sabe positivamente que no tienen nada porque se lo ha llevado a él, lo cual por un lado da tranquilidad pero por el otro puede ser malísimo porque si no tienes nada que contar no puedes evitar que te martiricen durante días y días. Eso si hubiera martirio, que seguro que no lo hay. ¿Cómo va a haber tormento en una mazmorra?
Bueno, un poco de chicha sí que tengo que meter. Digamos un policía ya veterano, con una nube de olor a alcohol que le precede y que se queda flotando allá donde para; un asturiano que le está dando de hostias hasta aburrirse a otro de los detenidos, pero que a este en concreto solamente le da unos sopapos. A ver por dónde respira, digamos. Todo esto ante la atenta mirada de un policía jovencísimo que no hace ni dice nada, que mira y calla. Y aprende.
El tour de force llega al clímax cuando el detenido escucha las voces de otros detenidos y se da cuenta de que en efecto se han llevado a los cuatro que han podido, a los que corrían menos, por así decirlo, lo cual no dejaría de ser bastante preciso en este caso. El sagaz interrogador asumiría su derrota de cuchufleta (¿qué abnegado agente antiterrorista hubiera aceptado detener a alguien que sabía que no tenía nada que contar? ¿Qué investigación sería esa? ¿Sin pruebas? ¿Solo testimonios obtenidos durante los interrogatorios? ¿Qué juez de un estado de derecho se traga eso? Por favor… ) pero intentaría una jugada más. Le ofrecería llevarle en coche de vuelta a su casa. Ante la evidente resistencia del detenido a tal cosa, le ofrecería dejarle en algún callejón del pueblo donde no le viera nadie, el típico gag que a los de ciudad se les escapa pero con el que los de pueblo se estarían descojonando un rato largo pensando en la red de puestos de vigilancia de viejas del visillo. Era más fácil saltar de una Alemania a la otra tocando la tuba que entrar o salir de un pueblo sin que nadie te vea.
Mejor vamos a ponerlo en otro momento surrealista. Lo que hace es llegarse hasta la herriko taberna de la Somera, en el Casco Viejo de Bilbo. 8 horas sin dormir y casi sin comer, mear ni cagar por miedo puro y duro. En ese estado de cosas lo más lógico es que la gente que estaba en la herriko piense que eres policía. Llama por teléfono a casa para que alguien le vaya a recoger y le explica al de la barra que no, que policía no es, pero que viene de allí.
En mi ensoñación todos los detenidos salen al cabo de un par de días salvo el dueño del bar, al que tendrían casi un año en prisión bien lejos de su casa para ver si con la vida de privilegios carcelarios (piscina, frontenis, excelente gimnasio y fabulosa nutrición) se ablandaba un poco y cantaba algo más que “por favor que yo no he hecho nada, qué hago yo aquí”, que es soso y no tiene ritmo en pantalla.
Lo que no sé es cómo integrar en todo esto una horda de ninjas abertzales interrumpiendo la celebración de los probos funcionarios del principio de este dislate. ¿Acudiendo a la llamada de quién, en un mundo todavía sin un teléfono en cada bolsillo? ¿Cómo le van a decir esas cosas, por muy borrachos que estuvieran, a una chavala que está trabajando en un bar un martes por la noche en un pueblecillo que entre semana está muerto?
La historia es el reino de las versiones oficiales, decía la canción.
¿Qué clase de historia sería esta?