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Akerlarre, Alkelarre, Akelarre (Azurmendi, Henningsen y otros)

Ander Berrojalbiz

· Este durangarra es autor del libro Akelarre. Historias nocturnas en los albores de la gran caza de brujas (Pamiela, 2021)

 

En el año 1595, el vecino de Inza (Alta Navarra) Martín de Barazarte fue condenado a cien azotes y destierro del reino durante seis años por, entre otras cuestiones, «ir a la junta y campo que llaman aquerlarrea».

Imaginamos que sin conocer este documento (el proceso aparece en la bibliografía sobre el tema desde 1959 pero ha sido escasamente investigado), en la década de los noventa del siglo pasado el antropólogo Mikel Azurmendi planteó que el término «aquelarre» –con el que generalmente nos referimos a las juntas de brujas tanto en castellano como en euskera– probablemente no existió hasta los procesos de Zugarramurdi (1609-1611), que derivaba del topónimo «Alkelarre» (‘prado de la hierba alka’) y que tanto la palabra como las reuniones a las que hace referencia eran una creación erudita, ajena a la tierra («El akelarre fue un invento forastero y culto para nativos incultos, […] una coproducción ideológica de gentes de religión y justicia, de artes y de letras bellas que a partir del s. XVII se fue imponiendo a sangre y fuego»). La teoría de Azurmendi –que tenía su origen en unas informaciones publicadas en los años treinta por el médico Fermín Irigaray– fue apoyada después por el historiador danés Gustav Henningsen (merecidamente homenajeado hace pocos días en la Universidad Pública de Navarra al hilo de la donación a dicha universidad de su fondo documental y bibliográfico); sin embargo, Henningsen matizó algunas de las reflexiones de Azurmendi sobre el origen mayormente erudito de las creencias vascas sobre la brujería.

Estos últimos años, diversas doctrinas sociales que abarcan desde el nacionalismo al feminismo han tomado el relevo en la divulgación de estas ideas. Por ejemplo, en un vídeo de El Salto-Hordago del año 2017 disponible en internet –en el que se dice que «para Silvia Federici la palabra “akelarre” es una invención»– vemos a la autora italiana señalando en un libro y leyendo en voz alta la frase: «“Akelarre” aparece por primera vez en los documentos el 20 de mayo de 1609»; y en la obra Sugarren mende (2020) –escrita y dibujada con ánimo justiciero– el historietista navarro Asisko Urmeneta afirma que «aquelarre» es una «palabra inventada por la intelligentsia destructora».

Con todo, lo grave no es repetir una hipótesis (aunque el antropólogo Ángel Gari publicó ya en 2010 un artículo en los Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra donde ofrecía fuentes y argumentos razonables para dudar de ella), sino el desprecio que últimamente cierto racionalismo frío, sobremanera ideológico, muestra hacia el complejo mítico y narrativo que desde hace más de veinte siglos acompaña a la historia de la hechicería y la brujería (profundizando así en las tesis de Azurmendi y obviando las matizaciones de Henningsen). Un complejo en el que, evidentemente, encontraremos diversas construcciones eruditas (como la adoración al diablo en las juntas), pero también, y no en menor medida, múltiples elementos populares. Asimismo, cabe recordar que los ingredientes eruditos no son exclusivos de los siglos XV a XVII: en el siglo I de nuestra era, en sus Fasti, Ovidio ya escribió acerca de ancianas que tal vez se metamorfosearan para matar criaturas de pocos meses. Aun así, resulta obvio que la obra de Ovidio –o la de Juan Damasceno, que en el siglo VIII condenó creencias similares que se presentaban vinculadas a la capacidad de separar el alma del cuerpo– no fueron la vía por la que este tipo de relatos se extendió por Europa, como de hecho ocurrió. ¿No formarían más bien parte de un conjunto de creencias que servirían, por ejemplo en el caso que nos ocupa, para dar una explicación sobrenatural a las muertes repentinas, incomprensibles y contra natura de niños recién nacidos o de corta edad, así como, tal vez, de coartada para los infanticidios de hijos no deseados? ¿No desempeñaría algún papel la presencia o pervivencia de este tipo de relatos en la aparición de persecuciones por hechicería o brujería que de ninguna manera tienen una distribución homogénea en la geografía europea, ni siquiera en la vasca o en la ibérica?

Recientemente, con la editorial Pamiela, hemos publicado dos documentos del año 1370 relativos a un proceso civil por hechicería contra dos vecinos de Ilharre (Baja Navarra), en cuyas confesiones –realizadas bajo tortura– encontramos metamorfosis en animales e infanticidios junto a reparto de manzanas envenenadas, fabricación de ungüentos con sapos y helechos y la referencia más antigua que, hasta la fecha, conservamos sobre el «aquelarre». La acusada Condesse de Beheythie –tal vez declarando en euskera– afirmó «haber estado en boquelane bien tres veces» y que «iban a boquelane los domingos». El documento está redactado en occitano gascón, la lengua de uso administrativo en Baja Navarra en el siglo XIV, en la que «boque» equivale al eusquérico ‘aker’ y al castellano ‘macho cabrío’, al tiempo que «lane» equivale a ‘larre’ y ‘prado’. Así, «boquelane» –cuya formulación correcta y habitual en gascón es «lane de boc»– se nos presenta como un calco de «akerlarre» o alguna expresión análoga, que significaría ‘prado del macho cabrío’. Sin embargo, en los documentos del proceso no hay ni rastro del demonio u otro elemento similar.

Esperemos que estos hallazgos contribuyan a reevaluar las hipótesis mencionadas más arriba y, si no a equilibrar la balanza de la atención prestada a los elementos eruditos y populares del complejo mítico de la brujería, al menos sí a evitar que se anquilose. En este sentido, la publicación en euskera o castellano de las investigaciones de Henningsen sobre la creencia en las «donne di fuora» sicilianas y los posibles orígenes no diabólicos del llamado «sabbat de las brujas» –tal vez acompañadas de material proveniente del fondo donado a la UPNA– podría resultar una interesante aportación, además de un más que pertinente complemento a los homenajes ya celebrados.

 

 

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