1 DIA PARA EL 31 DE MARZO | María Luisa Larringan: «Mi ama y yo nos escondimos en un agujero de una bomba mientras nos ametrallaban»
Iban Gorriti
Lo que son las cosas. María Luisa Larringan Bastida reside en la calle que los sanguinarios franquistas denominaron General Mola. La democracia puso los puntos sobre las íes y renombró aquella vía como Kirikiño kalea. El militar golpista años antes envió la muerte a Durango en forma de dos bombardeos el día 31 de marzo de 1937 y el 2 y 4 abril. Mola, Franco y Vigón planificaron la masacre y las escuadras italianas provenientres de Soria la ejecutaron.
Ella fue una de las pocas personas que quedan hoy en día vivas: que lo sufrieron, que fueron testigos supervivientes aquella primera jornada de pánico y que se saldó con más de 336 personas de todas las edades, civiles la mayoría, indefensas, culpables de nada… Fueron y siguen siendo víctimas del terrorismo de quién nadie se ha acordado, víctimas del terrorismo que a día de hoy solo son necesarias para los políticos en momentos de sacarse fotos con ellas y ellos para los medios de comunicación. Ahí termina toda la reparación institucional hacia esas víctimas.
De hecho, en el caso de María Luisa, nadie le ha invitado ningún año a ir a las conmemoraciones oficiales. Desconoce por qué invitan a unos supervivientes y a otros no. «A mí nunca me ha llamado nadie, pero bueno….», se conforma.
La hoy residente en el barrio de San fausto nació en Bilbao el 19 de marzo de 1929. Fue vecina de Kalebarria, calle histórica del casco viejo de Durango, adonde llegó a vivir cuando tenía 17 meses, junto a su madre. En su hogar, María Luisa conserva un dibujo de su casa vista por Komentukalea: un bonito edificio que la memoria actual ha perdido. Ella se encontraba en su cama aquel fatídico día, un miércoles de plaza. Su madre había salido a trabajar. Había cumplido 11 años doce días antes. Le sobresaltó el estruendo de las bombas y en ese momento cayó una sobre el inmueble. «Un tabique fue a parar a mi cama. Del miedo me fui a la calle y allí vi cómo corrían todos y se dirigían al cementerio. Yo también», evoca.
En el transcurso hacia el camposanto vivió una imagen picassiana, dantesca. «Me crucé con Olea, un señor que iba con su hijo muerto en brazos a depositarlo en el cementerio. Y dijo que tenía que volver a casa a por un segundo que también había matado una bomba mientras estaban desayunando. Y no quedaba ahí la cosa, pues había un muerto más, el abuelo que estaba en la casa», rememora. El cadáver del aitite, según relata la familia Olea, no pudieron rescatarlo hasta catorce días después.
| Personas muertas en el suelo | La niña María Luisa se reencontró con su madre por la tarde, en el camposanto. «Allí vi a un montón de personas muertas ordenadas en el suelo. Estaba el cementerio lleno y justó los fascistas comenzaron a ametrallar desde los aviones. Mi madre me cogió y me llevó a un agujero que había hecho previamente una bomba y nos metimos allí con el objetivo de escondernos. Y oíamos y veíamos pasar a los aviones bajos, ametrallando a las personas vivas que quedábamos», relata con tranquilidad.
Vivas, las dos decidieron poner rumbo al barrio de Sarria, a Andikoa. A casa de una abuela. «Desde San Salbador de Gerediaga veíamos cómo los aviones se dirigían a Durango de tres en tres. Por allí, había ‘alemanes’ -estima María Luisa- que nos daban chocolatinas. Para una niña como yo, estaban haciendo un bien al darme de comer. Mi madre, por su parte, se jugaba la vida bajando a Durango a buscar algo que pudiéramos comer», explica.
Ella también recuerda el suceso histórico que ocurrió meses antes en Durango. El 25 de septiembre de 1936, un avión pasó por el cielo durangués y el piloto lanzó unas bombas a mano sobre los milicianos republicanos que estaban jugando a pelota en el frontón descubierto de Ezkurdi. Los artefactos mataron a algunos de ellos. A modo de vendeta, sus compañeros se dirigieron a la cárcel donde tenían apresadas a personas presuntamente de derechas. Les sacaron y los republicanos les llevaron al cementerio a fusilarles. Por ello, los franquistas en adelante llamaron a la calle que sube al cementerio ‘Alameda de Los Mártires’, vía que la democracia renombró como Antso Estegiz. «Yo les vi subir a todos en fila. Creo que iban rezando. Y muchos del pueblo íbamos por detrás sin saber lo que iba a pasar. Les fusilaron», resume.
Larringan recuerda una anécdota vivida junto a su madre en días de Guerra Civil. «Mi madre fue a misa a Santa Ana y vio a una mujer con un abrigo que era de mi ama. A la salida, se lo dijo: ‘Oiga, ese abrigo que lleva puesto es mío’. La señora le respondió que no y mi madre se acordó de una cosa y se lo dijo. Días atrás, ella había estado viendo un teatro en la Escuela Dominical y con un clavo se había roto, hecho un corte, en el dobladillo. Miraron y era cierto. En el momento, la mujer le dijo que ya se lo devolvería que hacía frío para volver a su casa. Y se lo hizo llegar a mi madre: el abrigo con dos tabletas de chocolate en sus bolsillos».