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Publicamos el capítulo 1 de ‘Ahí te queda el muerto’, del durangués Luis Bañeres

LECTURAS DE VERANO DURANGO

El serial Lecturas de verano de MUGA continúa hoy con Luis Bañeres (Durango, 1965) y su novela Ahí te queda el muerto (Editorial Guante blanco). La puedes adquirir clicando aquí. El propio autor se ofrece a enviar personalmente a la persona que quiera comprarlo con dedicatoria. Se le puede enviar un mensaje de correo electrónico a la siguiente dirección lw2001es@yahoo.es .

AUTOR

Luis A. Bañeres es Ingeniero Técnico Industrial, lo que no le ha impedido regresar pródiga y frecuentemente a las letras, vocación presente en su genoma, aunque tardó en descapullar. Luis es tejedor de historias surrealistas, como son: Cuando el Diablo está aburrido (Ed. Círculo Rojo, 2011), Bilbao, 1492 ¡No hay huevos! (Ed. Ultima Línea, 2014), y Flop! (Ed. Ultima Línea, 2015), todas ellas novelas de humor con toques de intriga y mucho limón. Luis también es articulista ocasional, colaborador en la revista (El Txoko del Sibarita) y pertenece a la Asociación de Escritores de Euskadi (AEE).

SINOPSIS

Eusebio Malaxetxebarria (Malaje) y su inseparable amigo Antxon Totorikaguena (Totori), ambos solterones más que maduros y de Bilbao, ganan un crucero por el mediterráneo noqueando carneros a cabezazos en un campeonato local. Totori hace prometer a Malaje que si algo le ocurriera, se ocupe de llevar su cuerpo a tierras vascas y darle discreta sepultura sin informar a su familia. Cuando poco después, Totori amanece muerto tras una juerga a bordo con motivo de la celebración de la primera copa del Athletic en muchos años, Malaje hará todo lo que esté en su mano para cumplir la palabra dada.

La forma repentina en que Totori muere y especialmente el estado de su cuerpo, con una erección permanente tras una sobredosis de Viagra, harán que Malaje tenga que sortear situaciones más que comprometedoras y que no tenga más remedio que eliminar a cuantos se crucen en su camino y pongan en peligro el cumplimiento de la voluntad de su querido amigo y la palabra dada.

Y así comienza una vertiginosa y macabra huida hacia el norte, luchando contra el calor, las moscas, los curiosos y los diferentes cuerpos de policía de la península, con la única ayuda de Floren, otro integrante de la cuadrilla, perdido en Fraga por error y que asiste a Malaje con su móvil, aunque ajeno a lo que realmente está sucediendo. ¿Cumplirá Malaje su palabra? ¿Qué oscuros intereses guían a cada personaje?

PRÓLOGO
Luis Bañeres

Cuando me plantearon por primera vez la posibilidad de escribir un texto de humor negro, me dije que no resultaría. A los dos minutos, sin embargo, ya estaba colocando los andamiajes de una trama, y a imaginar la combinación del humor blanco, desenfadado y gamberro que había caracterizado hasta entonces mis novelas —a las que tan solo suelo añadir, como al té o a los gin-tonics, unas gotas de limón para conferirles ese punto ácido y canalla— con un toque macabro y negro, y sin alejarme del objetivo de entretenerte a ti, lector, que te gusta regodearte en las situaciones embarazosas ajenas.

Me dije entonces que sí, que era posible, siempre que el resultado no fuera soez y que ninguna página estuviese teñida de rojo. Dicho y hecho, me puse manos a la obra y centré el protagonismo de nuevo en personajes muy locales, populares y sencillos. El punto de partida no podría ser otro que una juerga, algo que a los de aquí nos va en la médula desde que, a alguien, milenios atrás, se le ocurrió pisar un racimo de uvas y ponerlo en una vasija durante una porrada de días.

La palabra dada sería el hilo conductor, algo sagrado para los vascos, que se va difuminando en una sociedad en la que los genes se mezclan a ritmo coctelero con los de otras culturas de compromiso más vago y distraído.

Una situación comprometida, la de un amigo que muere de repente y al que acabas de dar tu palabra, que no te cuestionas ni por asomo incumplir, pese a una erección evidente y bochornosa que todo vasco de bien, también por cuestión genética, tenderá a evitar en pos del decoro —Euskadi nunca ha sido tierra de descoques.

Con estos ingredientes, solo faltaba el sazonado habitual, los personajes caricaturizados en todo su esplendor y miseria, la exageración, la mezcolanza de extrañas culturas que pueblan la Península y que son herencia de todas aquellas otras que la consideraron parada y fonda, y que, finalmente, hubo que desterrarcuando las construcciones en que se embarcaban, ya fueran mezquitas, catedrales, acueductos o aceras, auguraban que no tenían intención de quedarse solo «unos diítas».

Y se fueron, dejando su impronta, a veces ignorados y otras acompañados y a regañadientes, volviendo la cabeza para despedirse de un país que prometía, con sus playas, sus tablaos y su paella. Y eso que la sangría aún no estaba inventada. Por aquí, en tierras vascas, ese tramo de la historia nos fue ajeno.

Así, por ejemplo, los romanos consideraron que no era muy seductor franquearse el paso a través de los traidores macizos que nos rodean, arrastrando su pesada maquinaria de guerra y sus legiones de densa agenda para que, al hollar un alto, alguien con cara de pocos amigos te reventara la jeta de una hostia, o de una pedrada, a pesar de que luego te llevara de vinos por las tabernas que siempre salpicaron nuestras calles empedradas.

Cuando nos divisaban en mar abierto, nuestras txalupas adelantaban a sus más veloces embarcaciones con unos pocos remeros y a un palmo del agua. Así que hacían como si no nos vieran y ponían rumbo a latitudes menos inciertas. Y, para más inri, aquí nunca hacía bueno, no abundaban las aguas termales ni la lujuria, aunque, si lo hubieran pensado dos veces, quizás habrían decidido quedarse y explotar el peaje de las calzadas romanas, precursoras de nuestras autopistas, un negocio de esos que no conocen el tiempo.

Era más inteligente llevarse bien con nosotros, intercambiar bienes y servicios y llevarse suculentas recetas que reproducir una vez en sus lugares de origen. Además, una vez conseguida nuestra palabra, podían dormir tranquilos.

Eso sí, debían evitar hacer apuestas, porque entrarían en una peligrosa espiral, que es camino obligado para alcanzar el Olimpo vasco, pero desaconsejado para aquellos que crecieron más allá de nuestras fronteras. Bueno…, fronteras lo que se dice fronteras, lo fueron más en lo físico, ya que aquí nunca se ahorró en pedruscos ni adoquines de arenisca. Sin embargo, en lo conceptual siempre tuvimos una doble moral, que nos permitía decidir quién era vasco y quién no, y tuvo su mayor esplendor en la filosofía del llamado fútbol de cantera, con cuya puesta en práctica puede hacerse pasar a un argentino por bilbaíno ilustre con la sola excusa de su afición por el bacalao al pilpil.

Por ello, querido lector, cuando te cruces con un vasco obcecado en cumplir una palabra dada, ofrécele tu ayuda y tendrás amigo para toda la vida. O hazte a un lado si en algo valoras tus días. Déjale hacer. No trates de entender sus razones, sus valores, su motivación. Ya lo intentaron muchos otros antes. Y resultó inútil. Bueno, basta ya de palabrería, que se me seca el marmitako.

Ponte cómodo y al loro, que vienen curvas. El Somos la hostia está a punto de zarpar y en pocos instantes televisan un partido del Athletic, una final que ganarán los de aquí. Y, aunque esto pueda resultar extraño (no solo el hecho de ver al Athletic ganar una final, sino también el hecho de que lo televisen en abierto), te aseguro que es verdad. Palabra de vasco.

Solo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo. (Epitafio de Miguel de Unamuno)

Capítulo 1

—Totori, la última botella y nos vamos a dormir, ¿vale?

—¡Joder, qué prisas, Malaje! La noche es joven…

—¡Joven, dice…! Son las cinco de la mañana.

—Pues eso digo, ¡jovencísima! Venga, pide al camarero otra de pacharán, que ha ganado el Athletic.

—Pero la última, ¿eh?

—¡Que sí, coño!

Y así continuaron celebrando la Copa del Rey que acababa de ganar el Athletic, tras tantos años viudos de trofeos, mientras cientos de aficionados abordaban la gabarra como si de piratas se tratase, logrando unas decenas subir por babor y otras tantas caer por estribor, provocando que la singular embarcación se viniera a pique, convirtiéndose en el pecio más insigne de la historia del Cantábrico.

Y mientras Bilbao era una fiesta con gabarra o sin ella, los dos amigos apuraban con un chinchín la enésima copa en un mar ajeno a su tierra. Eusebio Malaxetxebarria, Malaje, era un solterón de Bilbao y sin familia. Como todos los sesentones del lugar, se resistía a dejar sus vicios y comenzaba a cosechar achaques propios de la edad y los excesos. Bebedor consagrado, tripero, cocinero ocasional, putero y vividor —nunca había trabajado, porque vivía de las rentas de tierras heredadas—, decidió que la mejor manera de evitar la bronca del médico, con quien compartía a menudo juergas y cogorzas y competía en asteriscos en las analíticas, consistía básicamente en dejar de acudir a la consulta y seguir como si nada, esperando que el azar, o que el despiste del Altísimo, le permitieran disfrutar algunos años más. Era corpulento, con ciento cincuenta kilos en seco, y con unas manos en las que cabía un belén.

Tras su última pelea con el galeno, y haciendo caso al facultativo por primera vez, decidió practicar algo de deporte, inscribiéndose en el campeonato de tope carnero, mano a mano con su íntimo e inseparable Antxon Totorikaguena, Totori, también oriundo de Bilbao e igual de soltero, tripero, bebedor, vividor, de similar envergadura y con manos, que, igualmente, servían para dar la vuelta a una tortilla de diez huevos. Y ganaron, claro, tras haber dejado groguis a cabezazos a los carneros más fornidos de la provincia, que quedaron birojos de por vida y limitados a la entrega de flores como único recurso en el cortejo de sus ovejas.

El premio: un crucero por el Mediterráneo, con pulsera todo incluido, paquete turístico del que la compañía se arrepentiría durante años. Siete días de asueto que realmente no cambiarían mucho su rutina, tan solo en el agua que les rodeaba y a la que no eran muy aficionados ni en su vertiente salada ni, mucho menos, en la dulce.

Tomaron el avión en Bilbao con destino Barcelona y allí embarcaron en el lujoso Somos la hostia, nombre con que fue bautizado en honor a su clientela más habitual, y que, a ojos de cualquier bilbaíno con un mínimo de fundamento, no era más que una gabarra como la del Athletic, pero bien tuneada. Los primeros días los dedicaron a familiarizarse hasta el hermanazgo con el chef de cocina y los camareros de bares y discotecas, y prácticamente olvidaron que viajaban en un barco, dadas las escasas veces que se dejaron ver en cubierta. Cuestión de prioridades.

Era domingo cuando bordeaban la costa tunecina, poco después de la esperada final de copa en la que el Athletic acababa de vencer al Barça en el Nou Camp. La camiseta del Athletic había sido diseñada por un lunático y nadie tenía claro quién era el portero, ni los defensas, ni los delanteros, que se confundían entre sí y con el trío arbitral, con lo que el encuentro había concluido con el resultado de 0-13, ante el estupor de los aficionados azulgranas y del medio mundo que seguía el partido.

Como abundaban aficionados del Botxo, mayormente ganadores de otros campeonatos rurales similares, los brincos que pegaban y los abrazos que se seguían a cada gol hacían zozobrar la nave, dejando finalmente la proa apuntando hacia Malta, rumbo que el capitán, veterano y de Bermeo, no pudo corregir, porque celebraba con similar ímpetu la victoria, sin saber muy bien si estaba a bordo de un transatlántico o en una macrodiscoteca, ni tener noción de qué celebraba realmente y, en último término, con serias dudas sobre quién era y qué hacía allí  exactamente.

Y así fueron pasando las horas, con el barco dando tumbos y acercándose peligrosamente las islas que salpican ese mar tranquilo pero traidor donde los haya, y haciendo que los isleños contuvieran el aliento cada vez que veían a aquella mole de acero acercarse para virar en el último momento, inclinándose peligrosamente en el mar hasta mostrar las enaguas e intercambiando el mobiliario de los camarotes al azar.

—¿Sabes, Malaje?

—Uyyyyy… Te vas a poner sentimental…

—Es que son tantos años sin triunfos del Athletic que se me afloja el alma, oye.

—¿Qué te pasa?

—Prométeme una cosa.

—Hecho.

—¡Pero si no te he dicho qué!

—Ni falta que hace. Venga, al grano.

—Si algo me ocurriera en este viaje…

—¿Aquí?

—Sí, en este mar.

El camarero, que ya era streeper ocasional, iba haciendo eses con una bandeja vacía.

—Joder, Totori…, ¿qué te podría pasar?

—No sé…, pero tengo malos presagios. Si algo llegara a ocurrirme, llévame a Euskadi y me entierras en un alto, desde el que
se vea el mar.

—Pareces Víctor Manuel…

—¿Prometido?

—Pero, ¿¿por qué??

—Pues porque he hecho una apuesta con mis hermanos en plena cogorza.

—¿Y?

—Dicen que voy a ser el primero en cascarla y he apostado todo mi patrimonio a que no. Los que sobrevivan se quedan con
lo que deje el muerto.

—¿Y qué más te da? Una vez muerto…

—Son del Madrid.

—¡Hostia!

—Pero solo se quedarían con el dinero si hay cadáver y certificado de defunción. Además, seguro que incineran el cadáver o
me entierran en Somosierra, lo que más barato les salga. Lo de la cremación me da cosa. A saber dónde arrojarían mis cenizas.

—Me pones en un aprieto.

—Lo sé, pero tienes que prometerme que harás eso por mí. Si no lo haces, no disfrutaré de este crucero.

—¿Y por qué no anulas la apuesta?

—¡Coño, porque sería faltar a mi palabra! ¡Ni de coña!

—Bien, lo prometo. Pero…

—¡¡Chavaaaaal!! ¡Otra de pacharán! ¡Vamos a celebrarlo!

—Hemos quedado en que era la última. Si seguimos así y te pasa algo, cualquiera se atreve a incinerarte…

—También es verdad.

—¿Qué desean? —terció el camarero.

—Una botella de pacharán.

—Ya no queda ni una gota de licor. Lo más fuerte que puedo ofrecerles es el agüilla de los berberechos…

—¿Mañana habrá?

—En Malta no se estila ni destila.

—¿Y qué se bebe allí?

—¿Y yo qué sé? Soy de Badajoz.

Los dos amigos estallaron en una carcajada.

—¡Coge esa última botella, Malaje! Aún queda un culo.

Y se dirigieron a cuatro patas a su camarote, cantando el himno de su equipo del alma.

—Venga, vamos —Totori se incorporó—, a ver si encontramos unas churris, que no quiero malgastar las doce Viagras.

—¿¿Doce?? ¡Solo se puede tomar una al día, animal!

—Eso es para un peso normal, pero con esta envergadura…

—Se llevó las manos a las lorzas.

—Estás tú como para repartir merengue.

—¿Yo? ¿Qué apostamos?

—¡Que no me líes!

Y, casi reptando, llegaron a su camarote y se desplomaron sobre una de las camas, sumiéndose en un profundo sueño.

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