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Adiós a José Luis, testigo del bombardeo contra Durango e hijo del escultor Sabin Arauzo

IBAN GORRITI

Este periódico supo ayer que el pasado agosto falleció José Luis Arauzo, hijo del escultor Sabin Arauzo, y protagonista de uno de los capítulos del libro 31 vidas, el bombardeo contra Durango (Desacorde ediciones, 2021). En su recuerdo, y agradecidos, por la buena comunicación que tuvimos con él y tenemos con su familia, vamos a reproducir a continuación la biografía impresa en la publicación citada. Tenía 91 años de edad.

José Luis Arauzo, en color, y su padre Sabin Arauzo, en blanco y negro. ALAIN ARAUZO

Hay historias que surgen por vidas que se cruzan. Una plaza de un pueblo francés de Las Landas. Comienzo una conversación con unos vecinos del pueblo Vieux-Boucau que celebran actos para la ciudadanía en Navidad. De pronto, los residentes se sorprenden al comunicarles que somos «de Durango». Y surge una amistad.

El padre de familia, de 86 años, es testigo superviviente no solo del bombardeo fascista de la villa vizcaina de 1937, sino que también de los de Bilbao, y guarda en su memoria la vida de su padre Sabino Arauzo, miliciano socialista de corazón que luchó con el batallón anarquista Sacco y Vanzetti (CNT), y con quien, de forma curiosa, pasó un año trabajando para el campo de refugiados de Gurs, antes de ser de concentración.

Sus recuerdos son historia viva. «Tengo mucho que contar», previene José Luis Arauzo Pérez, hijo de María y Sabino, vecinos en 1936 de la calle Uribarri de Durango. «Vivíamos en las casas que aún están en pie frente al cine Zugaza», detalla quien nació el 12 de junio de 1932.

Su padre era un escultor y ebanista. Según informa la Fundación Indalecio Prieto, Sabino fue afiliado a la Agrupación Socialista local y miembro de UGT de Durango, donde ocupó diversos cargos directivos. Años más tarde, durante su exilio en Francia estuvo internado en los campos de refugiados Saint-Cyprien (Dordoña) y Gurs (Pirineos Atlánticos) antes de que llegaran los nazis. El 3 de noviembre de 1939 fue trasladado al hospital de La Roseraie en Biarritz. Fue uno de los fundadores de las Secciones del PSOE y la UGT en Oloron donde falleció el 30 de mayo de 1950.

«Mi padre tiene esculturas que son conocidas en Durango», enfatiza José Luis. «Unas de ellas son las de Bruno Mauricio de Zabala y de Fray Juan de Zumarraga que hay en el pasadizo entre el pórtico pequeño de Santa María». Otras, confirmadas, están en el cementerio. «Mi padre trabajaba en una cantería de Montorreta», me matiza su hijo Alain, en la plaza consistorial de Vieux-Boucau donde lo conozco de forma casual mientras junto a su esposa organiza actividades navideñas gratuitas para la infancia.

El día del bombardeo contra Durango, por la tarde, José Luis estaba con su madre en Landako, en la zona del conocido como Puente del Diablo, travesía peatonal sobre el río Ibaizabal que las autoridades van a eliminar y el consistorio local ha anunciado en 2021 que lo reconstruirá piedra a piedra en otro lugar de la villa. «Allí, donde un tubo cruzaba el río. De pronto comenzó el ruido y un hombre le puso la zancadilla a mi madre y caímos los cuatro. Lo hizo para salvarnos la vida porque venía un caza queriéndonos ametrallar, asesinar. Vimos cómo mató a algunos a nuestro alrededor».

Reunida la familia sin muertes, Sabino animó a su mujer a partir a Bilbao a casa de unos familiares. Cuando los fascistas bombardeaban contra la capital de Bizkaia, se refugiaban en un túnel de la zona de San Francisco. «Allí me hice un día daño corriendo durante una alarma y aún tengo una mancha en la pierna», aporta. De allí, continuaron hacia Santander, donde la familia accedió a un barco de pesca al que subía tanta gente que «mi padre sacó una pistola y dijo que nadie más». En el trayecto, se les acabó el carbón, y quemaron puertas y todo lo que podían, llegaron a ciudad portuaria francesa de La Rochelle gracias a ser remolcados por un barco galo. El periplo continuó en tren a Barcelona, zona republicana.

Una familia acogió al pequeño José Luis y los padres estuvieron en otra casa. «Iba a un colegio catalán y olvidé el español. Cuando volvió mi padre no se lo podía creer…». Su siguiente destino fue unas colonias en el exilio a 200 kilómetros de París. «Entonces, mi madre recibió una carta de mi padre informando de que acabada la guerra podía volver a Durango sin peligro».

En el pueblo vizcaino encontraron su casa desvalijada y sin los importantes muebles fabricados por el padre. Tuvieron que alojarse en el hogar de unos familiares en Kalebarria que «estaba aún un poco tocada por el bombardeo».

A José Luis no le iba bien en el colegio «nacional» conocida como La Villa, edificio que hoy ocupa la escuela de música y conservatorio Bartolomé Ertzilla. «El director franquista me pegaba porque llegaba tarde. Yo me había hecho monaguillo como excusa porque no me gustaba el colegio. Le dije a mi madre para irme con mi padre, que estaba en el campo de refugiados de Gurs».

Y cumplió su palabra. Tras un año allí -antes de que los nazis lo utilizaran como campo de concentración- estuvieron ayudando a trabajar y residiendo «en unas casas de madera» de fuera del centro. Con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial les dieron la orden a los exiliados de «volver a España en 24 horas. Yo estaba sin papeles… y me llevaron unos amigos. Mi padre se quedó, que estaba enfermo del corazón, tuvo tres infartos…». Murió en Oloron a los jóvenes 45 años.

Aquellas situaciones le pasaron factura a José Luis. «Siempre tenía el temor de que llamaran diciendo que mi padre había muerto, como ahora sufro cuando mis hijos van de viaje… Se me ha quedado dentro». A Sabino le trataron su dolencia en Biarritz. «Mi padre era muy seguidor de Indalecio Prieto, que curiosamente también padecía de corazón y estuvo ingresado en San Juan de Luz» en referencia a Donibane Lohizune, Lapurdi. «Alguien le habló de mi padre y envió a un doctor especializado en ello a que fuera a verle. En el tiempo que estuvo en Francia solo el PNV o el Gobierno vasco le enviaba como 200 francos para vivir», pormenoriza y va más allá: «Mi padre nunca nos ha hablado de nada de ello. ¡Nada!».

Arauzo conserva en su hogar de Las Landas sus recuerdos, así como como algunas pertenencias de cuando era niño en el exilio que nadie borrará ni de su memoria ni de su mente. «Un día de reyes me regalaron un burro hecho con tinajas y no se lo doy a nadie. Ahí está, como mis cuadernos de la colonia en la que estuve siendo un niño», se emociona. Mientras, tanto las esculturas de su padre siguen en pie orgullosas en su Durango natal, a 163 kilómetros de distancia.

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