‘En la paz y en la guerra de la tierra’, por Anisia Serendipia
Anisia Serendipia
MIS OJOS, QUE CODICIAN COSAS BELLAS_ Aquí yacen ceniza y polvo y nada, pero su sangre corre en nuestra sangre que ceniza no es, ni polvo y nada_ Anzola infunde con un par de fotografías la fuerza necesaria para una sonrisa, a pesar de las bombas que se exhiben en una sala de Durango. Yo también tuve un abuelo gudari, del batallón Enlaces y Transmisiones número 78, guardo una copia de su Carta confederal del año 36 de afiliado al sindicato de trabajadores de la CNT en la ciudad de “Dos caminos” (Basauri). He recordado que le encantaba aplastarte los pasteles de merengue, las carolinas, en la cara, cosa que a mí me hacía maldita gracia.
Mi abuelo era un joven alto y guapo de la calle Berastegi de Bilbao, joven muy bien vestido que aspiraba a estudiar medicina antes de involucrase en las revueltas del 34. Un gudari descansando al sol, momentos distendidos entre trincheras, el fotógrafo José Mari inmortaliza la elegancia de los gudaris, los milicianos, brigadistas, la retaguardia… Leo que Anzola era de los pocos fotógrafos del bando republicano vasco. Tal vez hasta se conocían, mi abuelo y Anzola. El fotógrafo había nacido en 1909 en las Siete calles, mi abuelo en 1911 en el centro del Bilbao de entonces. Aunque mi abuelo era anarquista. También su hermana fue brigadista de la CNT, participó en la revolución de Asturias. Su hermano, en cambio, fue gudari en el batallón Pablo Iglesias, también había participado en la Revolución de 1934. Eran hijos de Juan, un cantero de Zamudio que talló la base del Sagrado Corazón de la ciudad. Y de Inés, de Elantxobe, que murió cuando mi abuelo era un niño.
Al abandonar la sala, se acercaba el momento de la clausura de la exitosa exposición El Robert Capa vasco. Homenaje Anzola, una madre explicaba a sus hijas lo que significa una guerra. La evocadora luz del mediodía me ha recordado un poema de Raúl González Tuñón, de título Los aviones
Las luces se apagaron ante el torrente súbito,
el gran Tomate Histórico se instaló en las afueras.
Los huevos que cayeron inventaron al Bosco.
Parecía mentira tanta muerte a pedazos.
Tanta muerte a torrentes hacia la mar corriendo,
hacia la mar remota de desiertos poblados,
hacia la oscura noche de la perfecta ausencia
que apenas entrevemos cuando estamos dormidos.
Después la calma ardiente y violenta de un trópico
de sangre y humo bajo las ruinas de la luna.
Los perros que tenían el secreto del miedo
lamieron los escombros de la pálida sombra.
Los tranvías llevados a encerrar, retornaron;
la Cibeles detuvo sus leones heridos;
un lobo aullante, largo, se instaló en la avenida.
La sirena anunciaba el crimen ya pasado.
La sonrisa no había sucumbido del todo.
Un pueblo enamorado de la vida sacaba
de su dolor antiguo, universal y abierto,
la fuerza necesaria para una sonrisa.
De la tierra vinieron y a la tierra volvieron y la tierra los devuelve. Son la Historia, que sigue. Son la Revolución, que nunca muere: José Mari, Esteban, Enrique, Victoria…
Y a otro le parecerá otra cosa