CAPÍTULOS 6, 7, 8 Y 9 · ‘Señales’, por Alicia Noland
Alicia Noland
VI.
«Sí, la puerta se quedó batiendo tras ellos y yo, bajando del púlpito, regresé de mi trance o sueño. Recuerdo que el tiempo transcurría en el arrastrar de zapatos de plomo de las pesadillas; espectador y protagonista, veía al niño , que me parecía fingir su calvario, adornada su cabeza con una girnalda de campanillas azules, y me veía a mí poseído por la ira de un dios del desierto, y luego, esa voz en mi cabeza, ¿Querías que Dios te hablase? Pues ahora Dios hablará por tu boca. Y señalándolos con el brazo, les traicioné. Sí, les traicioné porque yo les creí, creí su historia de aflicción y destierro cargados con aquella jaula del mal en su huída sin sentido: ¿cómo se puede huir de lo que llevas contigo?
¿Y por qué después de tanto sufrimiento, se habían vuelto contra el niño… No tenía sentido.
El niño salió de entre el enjambre que lo rodeaba, y caminando como un funambulista, simulando suspendida la línea de baldosas que seguía, colocando un pie tras otro, intentaba mantener el equilibrio, que fingía cada vez más precario, hasta que llegó hasta mí y se dejó caer.
–Es mejor no moverlo, dijo el médico.
El niño se quedó con nosotros, con mi hermana y conmigo. Me acompañaba en los oficios, en mis visitas a enfermos y necesitados; en mis paseos interminables buscando señales y siempre, incansable, silencioso y con su bondadosa sonrisa. Es un ser de luz, decían todos y yo no tardé en creerlo también. Tal vez este niño sea la señal que busco, pensé».
VII.
El ser de luz se fue apagando. Fue perdiendo su aureola y las chispitas danzantes de los ojos y su risa líquida y la sonrisa bondadosa se convirtió en cínica mueca. Parecía un muñeco viejo. Le creyeron enfermo. El médico recomendó reposo, muchos cuidados, cariño y cuentos; pero esta receta, lejos de curarle, lo consumía… Cada vez, más apagado, cada vez, más muñeco viejo, si esto fuese posible. Hasta que una noche, con el cura velando junto a su cama, también dejó de ser silencioso. Su voz sonaba inocente, la voz de un niño que cuenta travesuras, ocurrencias, fantasías…
Me balanceé dentro de la jaula hasta encontrar la pendiente, y la inercia hizo su parte… Y sí, todo lo que le contaron sobre mí es cierto. Pobres, parecían tan hundidos con tu traición, con la mía…
El cura no salía de su estupor, se golpeaba para saberse despierto. El niño no dijo más, su respiración era tranquila y parecía dormido. El cura pasó el resto de la noche intentando convencerse de haber soñado un mal sueño y cuando lo consiguió, se quedó dormido. Al despertar, el niño le miraba desde la cama: en sus ojos verdes de vidrio gastado danzaban alegres unas chispitas doradas, y en pocos días, vuelto a ser luz riente, abandonó al cura y su casa y la iglesia y se integró en la vida del pueblo: el tiempo se agotaba y sus trabajos eran muchos. El cura no se sintió abandonado. La señal, que por fin encontrada creía perdida, brillaba cerca, casi al alcance de la mano… No necesitaba más.
VIII.
Llegó el tiempo de los días felices.
El niño esperaba al sol en el lecho seco de río; los primeros rayos, como dedos, acariciaban su cabello, los destellos de su pelo y su risa líquida convocaban bandadas de pájaros que le seguían en su carrera recorriendo las calles del pueblo como una larga, sinuosa y melodiosa cabellera. Los vecinos no tardaron en acostumbrase a este mágico despertar, y a su caminar danzante saludando con un sombrero invisible a los ancianos sentados a la puerta de sus casas, y a cuantos otros iba encontrado a su paso y, también, a su entrar y salir de las casas como si fuesen suyas: siempre encontraba un plato de comida y una cama dispuesta… Todos eran felices y no hubieran sabido decir por qué. El niño tenía esa virtud: su sola existencia alegre y luminosa hacía feliz.
Llegó el tiempo de la siega y todos los vecinos, con el niño al frente, vencido el día, regresaban al pueblo con la armadura negra que les prestaba la tarde como un ejército triunfante y alegre. Del cielo rojo púrpura escaban los pájaros negros que bajan el telón de la noche.
También tuvo tiempo el niño para el cura: lo acompañaba, de vez en cuando, silencioso y paciente en sus paseos buscando las señales que ya no necesitaba buscar: el cura nunca había sido tan feliz, aunque el niño parecía haber enfermado otra vez.
En eso pensaba el cura en su último paseo juntos mientras caminaban entre el castillo de ruinas que coronaba el pueblo. El niño como dorándose a la luz oro viejo de la tarde, parecía tan antiguo y lejano como todas aquellas ruinas que los rodeaban y dede tan lejos también parecía llegar su voz diciendo, A falta de dios, buscas señales y las encuentras y no sabes leerlas, yo las leeré por ti… Y siguió hablando, pero el cura aterrado no quería escuchar y aterrado, recordaba ahora la noche velando al niño que se convenció de haber soñado y lo que el niño le confesó, Y todo lo que mis padres te contaron sobre mí es cierto…Y aterrado, escapó del niño y de su voz, que le seguía, y de la verdad y hasta de la cordura.
IX.
El tiempo de los dÍAas felices terminó y los vecinos comenzaron a hacerse preguntas…
¿Por qué los días parecían abrirse para él como cofres de tesoros, qué veía él que ellos no podían ver?, ¿por qué parecía mas fresca su agua y su comida, más sabrosa, siendo la misma?, ¿por qué cuando abandonaba una casa llevándose su luz y su sonrisa, se les quedaba estrecha, y como de otro?; y las cosas que contaba que había visto, los otros mundos que ellos nunca verían… y ellos allí, en aquel cerro encallado en el centro de un mar seco con los matorrales espinosos simulando el oleaje y el aire caliente y la opresiva sensación de estar sumergidos. ¿Y para qué aquella vida de la cuna a la tumba, y para qué cualquier otra vida?
El niño recorría las calles desiertas con su caminar danzante y saludando a nadies con su sombrero invisible, y siguió convocando bandadas de pájaros para despertar a un pueblo que ya no quería despertar.
«Tal y como acordamos, transcurrido un mes regresé al pueblo para recogerlos y allí en la plaza puntuales estaban los tres: el gigante, la enana y el niño con su sonrisa fija, antes de subir a la carreta, se despidieron haciendo reverencias. Todavía no sé de quién porque no había un alma en la calle».
El pastor, con su gallo y su rebaño, desde unas peñas y el cura desde el campanario les vieron alejarse en la carreta borrándose entre las olas de calor y cada uno guardó para sí su enseñanza…
El pastor, la consecuencia lógica de sus propias teorías:
Unos nacemos deformes por fuera, otros nacen deformes por dentro y otros, deformes por dentro y por fuera.
Y el cura, lo que reveló el niño en el castillo de ruinas:
A falta de dios, buscas señales y las encuentras y no sabes leerlas, yo las leeré por ti. ¿Ves estos estratos, no son como las hojas de un libro? Sí, son las hojas del libro donde todo esta escrito, y entre sus hojas somos guardados como flores marchitas. Seremos parte de la memoria de la tierra. ¿Qué recordará la tierra de ti?