CUENTO · 5/9 · ‘Señales’, por Alicia Noland
Alicia Noland
V.
«Cuando vi la jaula reducida a astillas al final de calle supe lo que había pasado y lo que podía pasar. Unos años antes, el maestro había convencido a los padres de un niño para que continuase sus estudios en una ciudad cercana, regreso poco después y, al parecer, había enloquecido. Mis vecinos quemaron la escuela con el maestro dentro. El maestro saltó por la ventana, que unos minutos antes reflejaba un plácido ocaso, y cayó sobre el emparrado consumiéndose entre gritos, hasta convertirse en un sarmiento más.
Tomé prestado el carro de caballos del alcalde y les esperé a la puerta de la iglesia. Recordé mis palabras de unos días antes, que habían resultado proféticas, El niño crecerá, su cárcel será cada vez más grande, asfixiante e incomprensible y se rebelará contra vosotros, terminaréis construyendo un laberinto. Qué poco había tardado el niño en crecer».
El sol ascendía en el cielo envuelto en una polvareda luminosa que iba dejando caer diluyendo el azul, calcinando el aire y la tierra. El pueblo se estremecía entre el estridor de las cigarras. En cualquier momento se oiría crepitar. Esta inminencia dilatada hacía restallar los nervios.
«Salieron de la iglesia y temiendo a la muchedumbre, que suponía que les seguiría, les apremié a subir al carro, el sol nos perseguía como una idea obsesiva.
Pensaba pedir ayuda al dueño de los rebaños que apacentaba. Era un mal hombre y como odiaba a todo el mundo, sabía que no tomaría partido. Espantan al miedo, dijo, no podría conseguir mejores guardeses, y nos dedicó una sonrisa podrida».
