VIAJAR CON VICENTE CARRASCO · Vida de reno
Vicente Carrasco ‘Bixen’
El reno es uno de los pocos animales de Europa al que le ha tocado ser explotado por los humanos, vivir libre, no existir en su forma salvaje y aun así ser muy pocos los individuos que realmente viven en cautividad como lo haría cualquier otro tipo de ganado. Todo a la vez y sin buscarlo.
Los renos viven en Sápmi, la tierra de los Sami, los pueblos originarios del Norte de Europa, en lo que sería el tercio superior de Noruega, Suecia, Finlandia y también un poquito de la zona más próxima del ártico ruso. Allá donde hay renos hay Sami y donde hay Sami hay renos. La frontera sur de los renos es también la de los Sami. En Suecia y Noruega para poder poseer renos hay que ser Sami. En Finlandia no hay una normativa tan estricta y en Rusia mucho menos.
Una de las imágenes más habituales del país de los renos es lo que hay quien llama “el control de carretera al estilo Sápmi”, que es un grupo de renos que puede oscilar entre cuatro y cincuenta, en mitad de la carretera, sin hacer mucho más que ignorar muy aplicadamente los coches que se van colocando el fila en ambos sentidos hasta que los renos decidan si pasar a un lado o al otro de la carretera. Por encima de las consideraciones de seguridad más evidentes (es mejor no chocar contra un animal que puede pasar de los 50 kg sin problema y en algunos casos sobrepasar los 100) los renos tienen prioridad absoluta. Nadie pita, nadie se baja del coche a hacer aspavientos. Los renos vienen y los renos se van cuando mejor les parece. En invierno puede llevar un rato porque la carretera es la única fuente de sal que tienen a mano y es por esto que se les encuentra en grupos lamiendo la carretera con ojos glotones. En verano estoy convencido de que lo hacen porque pueden y ya está.
Stor renfara · En un mismo día tuve la suerte de poder ver renos en tres entornos diferentes. Primero en una carretera donde una señal alertaba de un “Stor renfara”, alto riesgo de renos. En este caso la señal no avisa de que es posible que suceda, sino de que mejor que vayas despacio y atento porque vas a ver un montón y no todos actúan de un modo más o menos previsible, sobre todo los jóvenes. Van a cruzar en el último momento y cuando no hay que hacerlo, porque todavía no saben de coches.
Más tarde, en Grövelsjon, cruzamos en un barquito de 10 plazas un lago por cuyo centro pasa la frontera entre Suecia y Noruega. Una vez en el lado noruego del lago el piloto de la embarcación nos señaló (mientras manejaba el timón con un pie para poder hablar a la gente desde lo alto de la cabina) los restos de un avión alemán que cayó allí tras ser alcanzado durante la batalla de Narvik, en 1940. Después de la ocupación alemana los granjeros desmantelaron el aparato hasta su estado actual y todavía hoy pueden encontrarse en las granjas vecinas piezas de aquél aparato, muy contentos de poder aprovechar todo aquél aluminio caído del cielo. Ahora no se puede ni tocar, al estar protegido por las estrictas leyes noruegas de conservación de la memoria histórica, pero no me voy a extender por ese lado porque nos vamos a enfadar todos menos las malas personas.
El barquito te deja en un embarcadero que parece de atrezzo, como tantas cosas en Noruega, donde al llegar nosotros se estaba embarcando una pareja que podría superar, combinados, los 150 años sin mayor problema en una barquita más vieja que ellos, con sus botas de goma, sus maravillosos jerséis noruegos, su cesta con el almuerzo y sus movimientos certeros y ágiles. Creo que esa es otra cosa que me gustaría ser de mayor: ellos. Si llego a ser tan mayor.
Tras ascender a través de una sucesión de colinas cubiertas por los bloques de piedra de todos los tamaños que los glaciares dejaron a su paso hace miles de años y los árboles que se las apañan para crecer entre los bloques y a pesar del clima sub-ártico, entramos en los fjällen, las gigantescas colinas suecas que no son sino lo que queda de las montañas cuando una capa de hielo de varios kilómetros de espesor se desplaza sobre ellas. En estos fjällen es donde los renos pasan el verano. Cuando llegamos, a finales de julio, ya había pasado el momento en el que los pastores Sami los concentran para contarlos, vacunarlos y marcar a los que han nacido esa primavera.
La ilusión · En mitad de esta inmensidad donde es tan difícil hacerse idea del tamaño de las cosas porque no hay casi referentes, una valla raquítica intenta mantener la ilusión de que hay aquí dos países. Es una valla, nos dijeron, que ayuda a los Sami de un lado y otro a mantener sus renos más o menos separados. La alambrada tiene muchas puertas sin candado siquiera que uno abre y cierra a su conveniencia. Cruzamos a Noruega para tomar café, el primer almuerzo podríamos decir, y así he cruzado entre Suecia y Noruega muchas veces en esa zona sin mayor consideración que la de volver a cerrar la puerta tras nosotros. Durante la mayor parte del año la valla es imposible de encontrar bajo los metros de nieve que cubren ese territorio y el letrero de Norge (en el lado sueco) y Sverige (en el lado noruego) parece tan falto de mantenimiento como corresponde a una división que al menos en ese lugar significa bastante poco.
Los renos viven en total libertad y reunirlos es cosa que se dice pronto, pero incluso con los collares GPS que le ponen a algunos machos, el uso de helicópteros y pasando cantidades industriales de tiempo en la naturaleza, en un terreno inmenso donde casi no hay caminos y solo en invierno se puede usar la moto de nieve, sigue siendo una tarea de una complejidad que escapa a la comprensión.
A finales de julio, decía, los renos están todavía un poco alborotados por haber estado todos juntos, haber sido vacunados y marcados, así que muchos están en lo alto de los fjällen. En parte porque ahí habrá menos trajín de humanos y en parte porque el verano de 2018 fue inusualmente cálido y seco, así que no sobraba el alimento. Estamos hablando de que un verano normal en estos andurriales puede haber muchos días con 9ºC de temperatura máxima, con niebla o lluvia noche y día durante semanas y tuvimos 20 grados de mínima un día tras otro.
Los renos tienen una capa de pelo muy espesa, un pelo muy ligero, hueco como si fuera una tubería diminuta y de una textura un tanto pegajosa, posiblemente para ser más impermeable. En verano, más aún con ese calor, pierden grandes mechones de ese pelo y parecen unas criaturas un tanto andrajosas, con sus andares desgarbados, como de dromedario, sus pezuñas desproporcionadamente anchas para poder caminar en la nieve sin hundirse del todo y esos ojos saltones, como sorprendidos, con los que apuntan al visitante como si les estuviéramos interrumpiendo mientras hacen cálculos muy complejos.
Entre las cosas únicas que los renos parecen tener es que todos tienen el mismo timbre de voz, lejos de lo que quiera esperarse de un animalito peludo y adorable y más próximo a lo que podría emitir un sapo de 50 kg.
Es como un bramido afónico que emiten por igual los cachorros perdidos, las madres que los llaman y los machos que corren, aparentemente sin motivo, con el cuello estirado y tan pronto trotan y braman como paran, te miran y siguen ramoneando como si tal cosa. Hay que decir ya que intentar moverse como un ninja de los espacios salvajes para poder fotografiar de cerca a los renos sería el equivalente de reptar junto a los coches para retratar las palomas y las urracas en su hábitat natural en un parque o plaza del ayuntamiento. Viviendo libres como viven y en el sitio donde viven, los renos no pueden pasar más de todo. De los humanos, de la lluvia, del viento, del frío y de los demás renos.
Prefieren que no se les moleste, pero no he visto una sola criatura, salvaje o doméstica, que pase de los humanos de una forma tan olímpica, absoluta, activa y permanente como los renos.
No nos hacen ni caso. Como pude comprobar al volver a la casa donde estábamos, ya de vuelta a Suecia. Los renos estaban en el aparcamiento de la estación de montaña como si fueran palomas. Y por la calle del pueblo donde estábamos, una estación de esquí durante el invierno. Y cuando digo que estaban por la calle me refiero a que estaban en todas las calles. Hay renos que jamás bajan de los fjällen para caminar entre las casas, mientras que otros caminan (sin correr o apresurarse bajo ningún concepto) entre los coches, ignoran las bolsas de plástico que la gente cuelga con cuerdas alrededor de las casas creyendo que así van a evitar tener el césped lleno de excrementos de reno, algo que dificulta un poco el hacer barbacoas descalzos, que es uno de los deportes más populares en ese lugar. Así, no es extraño encontrarse el porche lleno de renos buscando un poco de frescor. La selección que se ha hecho con ellos no ha sido precisamente buscando a los más listos, así que a veces se les enredan los cuernos unos con otros, descomunales comparados con el tamaño del cuerpo, y hay que ayudarles para evitar que se hagan una avería sin querer.
Del reno se aprovecha todo, piel, huesos y carne, que es muy baja en grasa y seguramente la más limpia que puede encontrarse en este continente domesticado y sucio en el que vivimos. Siempre que voy intento comprar carne a la familia local que cuida todos esos renos que deambulan entre Idre y Grövelsjon. La semana pasada me enteré por Facebook de que movieron los renos al territorio de verano, donde las hembras preñadas van a parir. Veinte personas y cuatro perros cubriendo cientos de kilómetros cuadrados.
Un par de veces al año avisan, también por Facebook, a sus clientes en Goteborg y Estocolmo de que bajan con el camión frigorífico, se organizan los pedidos, y se puede comprar un poquito de esto a una gente que lleva viviendo de y con los renos desde antes de que en Europa hubiera países, castillos ni reyes. Igual que con los cazadores de alces, no discuto el precio. Miro lo que quiero y pienso si lo quiero de verdad, porque el precio que le hayan puesto bien puesto está.
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