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‘Still here’, por Amaia Santana

AMAIA SANTANA 1

Amaia Santana

Es como si sólo hubiera quedado la gente fea en la ciudad. Nosotros, los parias. La gente sin planes y, por ende, sin futuro. Nuestra mayor ambición es que el lunes llegue pronto. La vida normal. La urbe desierta evidencia nuestra fealdad, nuestra miseria cotidiana, indeleble incluso en los días de guardar fiesta y sacrosantos.

Me embarco en un tren fantasma hacia León. Soy la única pasajera de este pequeño tren, pero la soledad viajera no durará mucho. “Alguna vieja aparecerá”, pienso para mis adentros, con jovial prepotencia.

Registro el murmullo que me ha acompañado hasta la estación. Testigo anónimo. “Yo quiero unos playeros que me sirvan para vestir y para andar”. “Se acabó la paz”. “Aupa Athletic”. Soy una turista extraña en mi propia ciudad, a la que a duras penas pertenezco. “Uy, cómo viene ese”. “Jugando a las cartas, hablando, riendo”. Un padre de familia reina orgulloso en este domingo apacible y cálidamente primaveral, ataviado con una corona de cartón del Burger King.

“Le informamos que este tren tiene como destino (silencio solemne): LEÓN”.

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De camino hay un pueblo que se llama La Espina. Otro: Cistierna. Glubs. Otro más para el Grand Prix del verano: San Feliz.

Mataporquera.

La idiosincrasia española, en su ‘pueblario’.

Un perro con rastas. De peluquería (canina, entiendo, aunque no lo tengo claro). Gente que busca compañía desesperada entre los pasajeros absortos del tren… y a quien depositar su retoño.

Esta que lee tan tranquila, se creerá intelectual la idiota… Ven, cariño, siéntate aquí, al lado de esta chica tan maja –que nos está echando un mal de ojo ahora mismo-; quietecito, así. No, no cariño, no hay pan, ni agua. ¿No ves que hemos salido escopetaus de casa? Ay, cállate un rato”.

Al cabo de cinco minutos de forzosa adaptación a este giro (previsible) de los acontecimientos, concluyo que es mucho mejor la compañía del mocoso que la de su abuela con pintas de Belén Esteban-coraje (con perdón) (bueno no, perdón, ¿de qué? Ya está bien de tanta corrección y tanto ofendernos por todo).

La abuela en cuestión le está soltando una chapa de cuidado a la señora del perro con rastas. Como para tirarse del tren en marcha.

“Les informamos que este tren tiene como destino (suspiro prolongado): EL INFIERNO”.

Lo cierto es que la presencia del renacuajo me recuerda mi atrasado reloj biológico, así que me cuesta concentrarme en mi librito sobre el feminismo incendiario.

– ¿Qué estás leyendo?

– Una teoría acerca de por qué los hombres violan a las mujeres para revalidar su, a menudo cuestionada, virilidad. Todo esto con la intolerable connivencia de la sociedad, sumisa y cómplice ante el patriarcado”.

El crío rompe a llorar. Bueno, podría ser peor. Podría vomitar. En cualquier momento. Una masa pastosa de sus galletas con forma de dinosaurio. Eso no podría soportarlo. El vómito de un mocoso que no es el mío.

Que no es el mío

El niño me mira de reojo, entre curioso y asustado. Te equivocas, mocoso imberbe, tú eres la amenaza. Mi compañero (impuesto) de tren y yo observamos en silencio cómo una oveja come y caga a la vez. El ciclo de la vida, en un compacto tuit.

#ChooseLife

“Manipular sólo en vacío”. Pura poesía ferroviaria. Una inquietante tienda de ropa infantil llamada Moda Mascotas.

“Pero yo nunca he sido razonable y me costaba conformarme…”.

Por cierto, eso de que para educar a un niño hace falta toda la tribu… Yo no sé si pertenezco, ni quiero pertenecer, a ninguna tribu.

Gafas de sol cuando no hace sol, cascos, expresión seria, tomando notas casi compulsivamente, mirando por la ventana con disimulada melancolía… Joder, tengo toda la pinta de estar huyendo de la justicia. Aún así, esta locuaz señora me confía a su nieto. “Así, quietecito, mira cuántas ovejas”.

El revisor pasa de largo y no me pide ningún billete. Me siento una especie de James Bond con la capa de invisibilidad de Harry Potter.

Regreso al futuro, regresión a la infancia. Todo el mundo huye de algo, aunque no siempre es consciente de ello. “Mira, mira: un caballo blanco”.

Pertenezco a una generación que va al psicólogo sin mayores patologías que una soledad crónica.

“Cuando las vacas están tumbadas es que no va a llover, ¿no sabías eso?”.

El vasto y bello paisaje se alterna con el repentino pensamiento de que podemos descarrilar en cualquier momento.

“Le informamos que este tren tiene como destino, a priori…”.

El niño está sentado ahora en los asientos del otro lado del pasillo, frente a su abuela. Reparo en su rostro por primera vez en todo el viaje. Parece tan inocente y vulnerable que me conmueve. Vuelvo al paisaje recurrente. Ya no tengo miedo a descarrilar.

De vuelta en la ciudad, con sus luces, sus sombras, sus comodidades y limitaciones, un grafiti me devuelve de un tortazo a la realidad urbanita:

Still Here.

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