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‘El bombo’, por Josu Arteaga

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Josu Arteaga

Siempre lo tuvimos claro. El bombo de la batería es el corazón de una banda. El bombo es el latido. El bombeo de energía. No puede haber una gran banda con un batera mediocre. Con un bombo de pichiglás. El guitarra es el que se queda con las pavas. El onanista del mástil. El cantante es la estrella de colores bajo los focos. El que contesta las entrevistas. El que dice las gilipolleces que todos ríen. El que folla. El bajo sólo es una sombra. La sombra del bombo. Lo acompaña y arropa pero no hay otro latido que el del bombo.

Cualquiera que supure rock por su pellejo, sabe lo que digo. El batería es el fusilero que toda banda de rokanrol necesita para cubrirse los flancos. Atrincherado tras chapas y timbales. Casi nadie se fija en el. Pero el y su manera de darle al pedal, son el espinazo del rock.

Éramos dos bandas. Ensayábamos en el mismo local. Ellos se bautizaron una noche de delirio etílico. Los Imbéciles. Siempre me pareció que merecían de veras ese nombre. Los respeté por ello. Por tener cojones de llamarse así. Estoy cansado de ver nombres pretenciosos. Si eres un puto débil mental no te llames: Los Sublevados. Si eres delineante, ingeniero o funcionario de diputación, no te llames: Brigada Proletaria. Si vas a dejar un bolo por ir a una comunión de un primo de Segovia, no tengas los cojones de llamarte: Black priest of Satan.

Estos por lo menos, se llamaban lo que eran y eran lo que se llamaban. Además pagaban su parte del alquiler, no coincidíamos a las mismas horas y no enguarraban el local con litronas, papeo del chino, ni cajas grasientas de pizzas. Así que nos caían bien.

Nuestro batera era una pantera. Poesía en movimiento. Un economista de la energía. Nadie en los contornos hacía sonar la batera como él. Manejaba bien el chaston. No abusaba de redobles ni florituras. Comedido con las chapas. Timbales justos. Con un bombo impenitente. Irreductible e inasequible al desaliento, como un falangista en un bus camino de Euskadi. Un bombo que lo comandaba todo. Un bombo que nos llevaba por la senda de un rock pesado y pleno. De muro de hormigón.

El batera del otro combo era malo. Malo de cojones. Siempre supe que nunca llegaría a nada. Tocando la batera como lo hacía. Sin fuste. Chichi-pún, chichi-pún. No me jodas. Un poco de sangre la ostia. No sabía darle al pedal. Lo pisaba con unas zapatillas de esas de skin futbolero, pero podía haberlo hecho con unas de bailarina de ballet. El resto de la banda no era ninguna maravilla, pero el batera era una ful. Un insulto al gremio de los machacadores de parches.

A veces me pasaba por el local cuando terminaban el ensayo de los jueves. Yo le decía que estaba mejorando mucho y el me fiaba anfeta para las gaupasas. Manejaba buena mierda. Siempre el mismo veneno que martilleaba mi cabeza, la centrifugaba y hacía aflorar una gota de sangre en la punta de mi tocha.

Todos los camellos caían al final. En el árbol del trapicheo siempre hay algún madero. Está dentro del bisnes y de cuando en cuando poda las ramas que no le dan frutos. Enchironan a un desgraciado, ascienden y siguen moviendo el tema. Pero este cabrón llevaba pasando speed, pirulas, keta y farla unos diez años y nunca había tenido ningún marrón con la cipayada. O tenía la suerte del tonto o se la mamaba a algún txapelas.

Todos mis camellos anteriores chuparon Martutene. Alguien se chotaba y los cipayos tiraban la puerta a bajo. Entraban a las tres o cuatro de la madrugada de un martes. Para cuando querían deshacerse del bakalao en el cubo de la lejía, tenían a los hombres de Harrilson encañonándoles el entrecejo. Después, se les dibujaba esa sombra en las corneas. Esa mirada especial que acompaña a los que han comido maco.

Pero este capullo no caía. Así que empecé a pillarle. Los camellos son como la cúpula de ETA. Cae la ternera pero la vaca sigue pariendo. Mi anterior camello apareció ahorcado en Nanclares. Parece que quiso hacer negocios al margen de los funcionarios. El de ahora era majo. Se tiraba al rollo. Me había llegado a fiar cincuenta gramos unas vacatas que me piré a Azahara de los atunes a fumar polen y orear mis entretelas de gris húmedo norteño. Luego le pagaba. Cuando podía. Teníamos ese típico rollo de camello y yonki. Ese rollete de ir de colegas. De ser uña y carne. Toda esa puta mierda de buen rollo. Falso como la caricia de una top model farlopera, en la cabellera injertada del Berlusconi.

Guardaba las cebolletas en las zapatillas con las que tocaba el bombo. La mierda que nos vendía fukeleaba a puta química. El plástico que la envolvía a pies. Pero no importaba. Los plásticos de las cebolletas se asemejan al astro rey. Cuando el speed desaparece alumbran el suelo. Sin el cierre que guarda el veneno. Con las dobleces que parten desde el centro hasta los bordes. Al modo de los rayos del sol pintados por los niños. Los niños de colegios de pago, que ayer los pintaban y hoy los abandonan en el suelo, por que prefieren la noche en sus ojeras.

A los conciertos de los Imbéciles empezaba a ir gente. Grabaron un disco mediocre. Se veían sus carteles en las paredes de todos los garitos. Tenían su página en el tresuvesdobles myspace puntocom barralosimbeciles y cuatro cientos colegas, los arengaban dejándoles mensajes de ánimo. Telonearon a Chenoa y dieron bolos en Dublín, Edimburgo, Milán y Madrid. Seguían siendo unos zoquetes. Una banda plana, cansina, sin nada que decir y con un paquete a la batería. Cuando yo le decía que estaba mejorando, en realidad le estaba diciendo que lo dejase. Que era un paquete. Malo de cojones. Que quien no domina el bombo nunca será buen batera. Pero cerraba mi bocaza por el bien de mi tabique.

Luego supimos de un julai que movía bandas y que hacía sonar la caja registradora. Tenía contactos en todos los festis grandes, en salas, en revistas que comentan tu maqueta, si compras dos o tres módulos de publicidad para anunciarla. Que te hacen una entrevista si te pillas seis a cincuenta euracos cada uno. Radios pastel en las que suenan pasteladas con la payola pertinente. El rock es como la tesorería de un partido político. Con menos pasta pero igual de sucio.

El alternativo, indie, antisistémico y demás bobadas son la misma mierda con otro apellido. En el rock a nivel local también hay clasismo. Bandas teloneras y bandas estrellas. Las que abren el festi cuando la peña está fría y las que lo cierran cuando las drogas y el alcohol hacen que todo suene maravilloso y hayamos asistido a un concierto mítico. Irrepetible. Inolvidable. Hay bandas con nombre, que tocan cuando quieren en cualquier gaztetxe. Con asambleas que se vuelcan en currar por ese festi al olor de la pasta,  mientras otras se apuntan en una lista sin fin ni esperanza. Una lista a la que nadie recurre y que suele comenzar con un: Ya os pegaremos un toque, ahora están todas las fechas ocupadas, mejor el móvil que el fijo igual dentro de dos meses.

El rock es territorio abonado para tontos y para listillos. El clasismo con bandas de primera y bandas del montón, el amiguismo interesado, la mitomanía más enfermiza, las poses ridículas sobre y fuera de las tablas, el favoritismo, la obligatoriedad de tener que estar a la última, el fetichismo de las reediciones, el vinilo de color y la nueva banda de no sé quién que tocó la batera en el 79 con no sé cual, los palabros de moda: Crosover, Nuevo rock americano, Crustcore-D-beat o metal-pollas en vinagre, el peloterismo coprófago, los expertos en sonido garagero escandinavo de finales de los 80, los catedráticos del punk con master gaztetxero, los calvos supermacarras a los que su madre les plancha la camiseta de 4-skins, los pogueros superleñeros que se mean y se cagan en un desalojo de la pasma, los que odian el beneficio y se dedican a vender lo que da pasta, los sellos que exprimen la teta de los 80 reeditando, remasterizando, revendiendo y convirtiendo en negocio aquello que tenía vocación incendiaria, las feministas que mudan en grupis y los heavy metal-doom-black-gotic-satánicos que se casan por la iglesia católica apostólica y romana, con esa novia formal de siempre, con la que se enrollaron a los 16 años.

El rokanrol es una mierda. Está podrido y no tienen arreglo. Aunque los Imbéciles creían en el. El julai que les fichó les hizo tocar Llas Ventas, abriendo para Mikel Erentxun. Nadie se lo explicaba. Sabíamos que eran una puta mierda de banda con un batera malo de cojones, pero Los Imbéciles empezaron con giras, festis con acampada libre, salas con técnico de sonido, rodis, merchandising, oficina de management y web oficial.

Ellos creían que lo hacían bien. Pero yo lo tenía claro. Sabía de qué iba la historia. Todo manager necesita una buena banda y un par mediocres para relleno. No importa el estilo o lo bien que lo hagan. La cosa funciona si son unos simples, se dejen llevar y no rechisten. Esa clase de bandas son un buen culo para los managers. Y Los Imbéciles en la escala de culos, eran el de una rubia sueca en una playa de Almería. Un culazo perfecto para un manager cabrón, que te chulea, te da vaselina, te la endiña y encima es tu mejor colega. El que lo da todo por ti. Una suerte que no mereces y que sólo tienes porque es un tío de puta madre que se enrolla y te da la oportunidad de tu vida.

Nunca veían un chavo y nunca preguntaban por las cuentas. Con tocar y follarse a alguna tía con un par de peras siliconadas ya les valía. El julai a cambio de nada, tenía una banda de relleno y un trapichero para los cabezas de cartel. Por eso seguían en nuestro local. No tenían pasta para pirarse a otro cuchitril más decente. Tocaban en festis de diez mil personas junto a nombres de la lista de los 40, no veían un clavel y todavía pensaban que algún día vivirían en Miami. Al lado de la mansión de ese de los Rolling que se cayó de un cocotero.

Lo que más nos llamaba la atención de todo aquello era que cualquier otra banda hubiera subido ese peldaño dando la espalda a los colegas. Creyéndose la puta ostia con tirabuzones. Pero Los Imbéciles no. Ellos seguían siendo colegas. Asequibles. Majos con nosotros y con todo el mundo. Dicen que la forma más rápida de convertirse en gilipollas es subirse a un escenario. A Los Imbéciles no les ocurrió. Ya lo eran antes de pisar las tablas. A pesar de jugar en la división de los galácticos yo no me quedé sin camello. Incluso presumía de que el mío era el mismo que el de muchas “estrellas”.

Era jueves y fui al local. Cuando sabía que habían terminado. Para no tener que escuchar aquella mierda de temas. Para entonces el batera estaba recogiendo las chapas, se había cambiado de ropa y de calzado y había escondido el bacalao que no iba a pulir, en las zapas de pelado futbolero.

El fin de semana anterior la cosa se me había liado. Me había comido cinco gramos, lo dejé con la chavala, me rompí cuatro huesos de la mano al dar un puñetazo a un escaparate, me ostié con el audi de mi hermano, pegué un cabezazo al cipayo del atestado, sangré por la tocha más que nunca y acabé esposado en el suelo con siete armarios subidos a mis costillas y una bota en mi cuello. Todo en ese orden. Creo.

Después de una noche de urgencias y dos mas en la base, salí limpio. Dejé en el tigre de la comisaría lo que me metí por la pinocha. La anfeta es una puta mierda. Química bastarda que sigue oliendo cuando la cagas. Pero el jueves allá estaba. Fiel a mi cita. Con la mano destrozada y una citación para un juicio por atentado, resistencia y desobediencia, pero puntual como un japonés a la hora de entrar a currar.

Tenía el estómago removido del finde destroy pero quería meterme un tiro. Le dije que había oído la última canción desde fuera del local y que estaba mejorando mogollón. Puta mentira. Él me ofreció la palma de su mano y yo la hice sonar lanzando mi única mano sana a su encuentro.

–¿Cuánto? -me preguntó seguidamente. –Cinco gramillos -le dije lo antes que pude y queriendo no parecer con prisa. Después la cosa se lió. Rebuscó en las putas zapatillas sudadas y me entregó la cebolleta. Cuando el fukele a pies llegó a mi tocha dije lo que pensaba de sus canciones y de su manera de tocar el bombo. Todo lo que no le había dicho en seis años. Lo solté como un geiser de los que salen en el National Geographic. Litros de puta graba. Sobre la alfombra.

Los Imbéciles se chinaron. Discutimos. Le dije al batera que no guardase la droga en las zapatillas con las que había estado tocando. Que era una puta guarrada. Que hiciera el favor. Que bastante mierda me metía como para encima tener que soportar aquello. Que ya limpiaría yo la pota.

El dijo que era por los registros. Que si la pasma entraba, el último sitio en mirar sería en un par de zapatillas. Yo le dije que había otros sitios. Caguen la puta. Que tenía el estómago hecho un potorro. Que no me jodiese. Que bastante tenía con verle el careto al cipayo que me jodió el finde. Con mi puta mano hecha trizas. Con los dedos hinchados como un muestrario de pollas. Me llevé lo mío y le dejé los boniatos sobre una de las chapas. Nunca escuché las nuevas canciones. El único tema que me interesaba no estaba en su repertorio.

Después de aquello las cebolletas ya no olían a plantillas.

Seguía drogándome. Mucho. A todas horas. Es triste ser yonki. Ser yonki del speed no tiene nombre. Es lo más puto bajo en la escala drogadicta. Dejé de ir los jueves. Le esperaba en la calle fumándome un cigarro. El me dijo que lo guardaba en otro sitio, que me podía pasar, que tenía que escuchar las nuevas canciones. –Que si, que algún día– le decía yo. Pero a mi la mierda me mola por la pinocha, no por las orejas.

Cuando ensayaba con los míos miraba de reojo aquellas zapatillas. Ya no guardaba allí la mandanga. Mejor. Durante una temporada, antes de lo del geiser, estuve tentado de levantarle un par. Era tan gilipollas que ni siquiera las dejaba contadas. No lo hice y era mejor así. Ahora aquellas zapas con fukele, ya no representaban la dulce tentación del veneno químico.

Estábamos pariendo un tema en la. Intentaba meter una buena línea de bajo pero antes lo aparqué y me hice una fila. En la caja del CD de Los Imbéciles, sobre el cabezal del Peavey de 300 vatios. Me hice una a lo Arguiñano: Con fundamento. De las que me meto para aguantar la próxima media hora sin chuscar. Ocho centímetros de veneno alineado. Fina en los extremos y de medio centímetro en el centro. Tengo pillada la medida. Me la hinqué bien hincada y empuñé el arma para escalear por las notas la de las cuatro cuerdas. La mano resentida y el vuelo que llevaba, dieron por culo a mis intenciones.

-Tenemos cuarenta mil temas en la -dije de mala ostia. –Que estaba hasta los cojones de temas en la. –Que a ver si hacíamos uno en mi. La ostia puta. Entonces el bocazas del cantante me soltó que estaba pillado. Que la anfeta me estaba volviendo paranoico y que me iría a tomar por culo. No sé como no le reventé la cabeza a ostias contra la pared. Es un puto mierdas de cincuenta kilos. Si empiezo a ostiarlo desde mi metro ochenta y con la mano buena, allí mismo lo machaco. Se salvó por que soy un tío pacífico que te cagas.

Si no hubiésemos estado a las puertas de una gira por skuats de Holanda, Alemania y Polonia, allí mismo le parto su gepeto de subnormal. Estaba hasta los cojones de aquel babas. De los chistecillos a lo Chiquito que soltaba en los directos. Hasta los cojones del guitarra que no pensaba mas que es su puto wa-wa y en su puta polla. Del batera que siempre estaba a nuestra espalda, sin decir nada, sin opinar sobre nada, comandando el sonido y sin que nadie supiese que pasaba por su bola. Estaba hasta los cojones de la puta banda entera. De los temas en la y del rokanrol. Joder. Me cagüen la puta calavera del Hendrix. Ostias.

Los combos son matrimonios a punto de una orden de alejamiento. Cuatro novios que acaban saliendo en las noticias de tele5, por matarse a cuchilladas en el portal de casa. El rock es una puta que te lame los huesos después de secarte las carnes. Es un método infalible para perder el tiempo, la salud y la pasta. Es una secta destructiva que te reclama, te aísla, te sangra y te hunde. Te lleva a la tumba quemado y vacío. Sucio por dentro y por fuera. Renegado y mezquino. Enemigo a muerte de tu propia sombra. Así es el rock. O por lo menos el rock de las bandas locales. De tercera regional preferente. De las que con suerte, consiguen telonear a unos medio famosetes, porque alguien se cae del cartel y acaban de relleno. Cualquier puta banda sin talento, ni dignidad, ni futuro.

Ese fue nuestro caso. Una banda “grande”, con una gira programada, se quedó sin banda acompañante. Eufemismo guai para no decir: Telonera. El batera de los acompañantes se había dado la piña con la moto y estaba en el hospital de parapléjicos de Toledo. Muerto de cuello para abajo. La primera idea de los otros tres fue pillar otro baterista y largarse a Europa. Luego les carcomió la poca conciencia que no les había matado la farla y aparcaron la intención. Visitaron a su colega del alma y le pusieron un tirillo en un descuido de las enfermeras. Un detallazo. No supe más de aquella banda ni de si consiguieron batera nuevo. La verdad es que me la sudaba.

El que montaba la gira tenía un primo que conocía a la novia oficial de nuestro guitarra y así nos salió lo de la gira. Justo dos días antes de que fuera mandarles a todos a tomar por culo y a romper el fender precision en la cabeza del tirillas y chuloputa del cantante.

Fue todo muy rápido. Había que salir cingando a toda ostia. Apenas dos ensayos meteóricos y ya estábamos haciendo los petates y metiendo los trastos en la furgo.

La gira fue como cualquier otra gira de una banda desconocida. A nuestro batera se le jodió el parche del bombo al cargar los trastos. Como no tenía repuesto, pillo el bombo del batera de Los Imbéciles y le dejó una nota escrita, explicándole la movida. Que le compensaría a la vuelta. Que cambiase el parche al roto y que tocase con el suyo.

Todavía no habíamos salido del local. Fue una premonición.

Luego vino la confirmación de la sospecha. Una tras otra.  Una catarata diaria de agonías. Nos peleábamos entre nosotros por cualquier movida. Pasabamos los días discutiendo, drogándonos y dando vuelta a los niquis para ir algo menos sucios. De bolo a bolo, llevábamos los calcetines colgados con pinzas en los retrovisores. Por que no teníamos más ropa limpia. Porque no había forma humana de seguir metiendo los pies en aquellos calcetos. No vimos un duro, se nos jodió la furgo y el organizador se desentendió de todo. Ingresamos al cantante en un hospital de Hamburgo, con una crisis de ansiedad, por que llevaba seis días sin dormir y sin comer, gritando y esnifándose hasta la raya del arcén.

Nos pusieron dos multas. Nos cachearon dos veces en Francia, cuatro en Alemania y una en Polonia. Nos robaron los sacos de dormir en un skuat polaco y al guitarra se le puso la polla azul-negruzca por ir metiendo el rabo en cualquier sitio. Al principio íbamos a ir de gira con nuestras novias, en plan vacances. Pero el guita dijo que era mucho follón mover ocho personas. Que mejor íbamos los cuatro. Se pasó toda la gira follándose a lo que pillaba. Sin más testigos que los de la banda. Le daba igual si eran putas de carretera ó piesnegras chupapollas.

Aquel día teníamos 30 euros para papear y para la gasofa y el puto notas se los gastó en una mamada y en follarse a una negra que se moría de frío al borde de una carretera. Una africana medio en pelotas, en la mitad de Polonia. El batera le enganchó por el cuello. Mientras el vocalista intentaba separarlos, yo le arengaba para que le canease sin contemplaciones y le diese de postre una patada en los huevos. Acabamos a ostias los cuatro. Todos recibimos pero el guitarra más. Postre incluido.

Aquella gira iba a acabar con la banda y con lo poco que quedaba de nuestra amistad. Aquella amistad que hacía seis años nos había llevado a formar una banda de rokanrol y que se deshacía como un terrón de azúcar en un café caliente. Un café que necesitábamos tanto como respirar y para el que no teníamos ni un miserable euro. Nos tranquilizamos. Nos hicimos cuatro filas de speed, en plan tente en pié y seguimos conduciendo en turnos de cuatro horas.

En las tocadas el de la mesa no nos dejaba probar sonido. Sonábamos a rayos. La banda estrella ni nos miraba a la cara. Cenábamos a parte, cuando cenábamos. Si nos excedíamos de la media hora, desde la mesa nos bajaban los micros y nos quedábamos con las ganas y el gepeto de memo. El público nos silbaba para que nos fuéramos y entrasen las estrellas del underground.

Las estrellas son estrellas en todos los lados. Las comerciales y las alternativas son del mismo polvo ingrávido y espacial. Caminan a cuatro palmos del suelo. Tienen una legión de gilimemos que se partirían la cara entre si por una púa, los palos del batera, una cami o una foto junto a ellos, con móvil last genereision, blutú y su puta madre en tanga de Cocó Chanel.

Da igual que se llamen Pignoise y toquen en un mitin del PP, o tengan un nombre con muchas kas de kilo, muchas estrellas rojas, muchas primeras vocales rodeadas de círculos y que toquen para las Juventudes megabatasunas de la Super-revolución abertzale. Que canten la Macarena o la Internacional. Son estrellas. Las comerciales grandes. Las otras pequeñas. Pero estrellas todas. Los unos pillan tocho de pasta, se ponen las gafas de sol y se piran por la puerta lateral en un buga de cristales tintados a un hotel de cojones. Los otros se llevan toda la taquilla, sin consideración alguna para las bandas que sufren sus manías y comparten cartel con cuerpo de letra ínfimo. Cuanta más pasta mejor. Aparcan las pintas, salen por la puerta lateral en la furgo, en plan Equipo A huyendo de la Policía Militar y se filetean en un hotel con dos estrellas menos, y una cuadrilla de grupis que pasan el casting del manager, para mamar nabos de músicos por una noche.

Los que cantan a la Macarena son sinceros. Muchos de los combos políticamente comprometidos son farsantes. El mensaje se les acaba fuera del escenario. A micrófono cerrado se muestran como son: Chacales con chupa de cuero. Mucha letra cañera y los talegos por delante. Mucho criticar a su sello y a pegarse mariscadas a cuenta de la discográfica. Mucha rollo de barrio y llegar al festi con el buga de seis kilos. Mucha conciencia y exigiendo caprichitos de camerino: Panteras rosas, fosquitos, güisqui escocés envejecido quince años, agua mineral embotellada en el Tirol, una bandeja de plata con medio kilo de farla y alguna con ingles brasileñas.

Los que acuden a los mítines del PSOE a cambio de un bocata, tiene mucha más dignidad que los fans de las bandas de rock. Cualquier parado con una pegata del puño y la rosa y un bocadillo de mortadela arengando a ZP, es más digno que esos rockeros de tatoos, greñas y pintas de malo-malísimos, coreando temas de otros malo-malísimos con asesor bursátil. La entrada a los mítines sociatas es libre, te ponen el bus y te dan la banderita y el bocata. El público de las grandes bandas, paga avión, hotel, drogas, cena, tragos, t-shirts y una entrada de 70 euros, para la que han esperado ante taquilla, tres días con sus tres noches en un saco de dormir. Luego los machacas de la organización les cachean a la entrada, les requisan latas y cámaras, les ostian si se ponen tontos y les tratan como al ganado que son.

Nuestra gira no funcionaba. La polla de nuestro guitarra iba pillando diferentes tonalidades. La correa de distribución de la fregoneta quería morirse a cada kilómetro. Estábamos cansados de no comer y no dormir. De sonar del culo. De ser los mierdas que iban de paquete. De tener que agradecer al cantante del grupo estrella el ciga que nos ofrecía cada 500 kilómetros, porque le habíamos caído bien. Del cabronazo del organizador que no daba la cara. De que no nos anunciase en cartel porque teníamos el nombre muy largo. De estar todo el día drogándonos y peleándonos. Peleándonos y drogándonos. De que el guitarra estuviese todo el día untándose la polla con cremitas porque le dolía la ostia.

Lo único positivo de aquella mierda es que el bombo del batera de Los Imbéciles sonaba a cañón bajo el pedal de nuestro batera. Sonaba de cojones. Nos guiaba como a una manada de lobos tras el cerbatillo. Una caña de bombo.

En el último festi en Holanda nos pusimos de Sanpedro mexicano hasta arriba. Los cuatro íbamos voladísimos. El guitarra decía que veía el arco iris en su polla. El batera abrió su boca para decir que un bisonte corría libre por su corazón. El cantante no paraba de rajar sin que se le entendiese nada. Yo escaleaba en la a velocidad de vértigo, sin el bajo entre mis manos y haciéndolo sonar como si fuese el de los Who.

Luego subimos arriba con un puestón del quince y medio. Fue nuestro mejor festi. A la quinta canción embestimos como animales. Era una versión cazurra del Ace of spades de Motörhead. Nos molaba tocar el Iron horse y el Overkill, pero aquella noche pedía el Ace. Se me había roto la segunda cuerda. La cuerda de la. No me importó un puto huevo. Perdí la púa y me la sudaba. El guitarra pisaba el wa-wa sin venir a cuento y metía palanca donde le salía de la minga azul-negruzca. El batera perdió tres palos en el mismo tema y el voceras no podía tenerse en pie. Pero el sonido era cañonero. El bombo se salía. Se oía en cada pecho de los quinientos asistentes. Nos crecimos. Era un puto muro sónico, como los encofrados de los albañiles portugueses en las obras. La gente se vino encima. El humo de escenario y los focos participaban de la magia. En medio de aquello, una nube de polvo blanco inundaba la zona poguera. Con cada golpe de bombo. Con cada latir de pecho. Aquel bombo se convirtió en ese otro que reparte ilusiones. El del sorteo de Navidad.

En su interior se guardaba el secreto del tirón de Los Imbéciles. La razón por la que los clientes del batera, les chupaban la polla en el myspace. Un pedazo de bolsa. Un bolsón de kilo y medio que no pudo más con el trajín de aquella gira. Que decidió reventar y esparcir su veneno por el pequeño círculo del parche frontal. Golpe a golpe. Más y más polvo químico. Por cada pisada de pedal una nube de vicio.

Nuestro mejor festi. Sin duda. La tocada acabó con la quinta canción del grupo telonero. Nuestro batera jodió a patadas el parche y aquella noche masticamos anfetamina. A puñados. No hizo falta invitar al público a compartir el ágape acelerado. Por fin dejó de existir esa separación entre grupo y público. Todos éramos uno. Una manada. Dueños de todo. Despedazando en segundos el cervatillo blanco, mientras la Fender stratocaster gruñía en el suelo como un animal herido, el precision se iba deshaciendo en cada golpe contra el suelo, nuestro batera se arrojaba contra lo que quedaba en pie de la bataca y el cantante sangraba de la piñata gritando a un micro sin cable.

En comunión orgiástica de acoples y gritos. Nunca sonamos mejor. El organizador nos gritaba que estábamos acabados, en el momento en que le abrí la cabeza de un botellazo. El grupo estrella echaba pestes e intentaba salvar los cabezales, mientras los bañábamos en lapos. La gente nos elevaba por encima de sus cabezas. Los cuatro íbamos pasando de mano en mano, surfeando de espaldas a aquella mar desatada de punks holandeses. Mientras, los anarcos super anti-represivos y super anti-jerárquicos que ejercían de cabecillas guais y que antes del festi nos pegaron una chapa en inglés, sobre la columna de hierro de Durruti y la revolución del 36, llamaban a la policía. Si no es por el público que nos hizo pasillo hasta la furgo, acabamos en un talego holandés de celdas blancas, luz artificial las 24 horas y silencio sepulcral. Aunque con camastro y tres comidas al día. Algo realmente tentador en nuestra tesitura.

A los tres días a nuestro batera se le ocurrió mirar en ese móvil que tanto odiaba. Que se pilló para que nos llamasen a tocar y que sólo recibía llamadas del curro. Un montón de mensajes. Cuando regresábamos triunfantes de nuestra gira. Sin pasta, sin instrumentos y de medio monazo. En algún lugar del norte de Francia. Entonces vimos una sonrisa en la esquina de sus labios. Doce. Doce mensajes. En todos decía lo mismo: –Tronco tengo algo en el bombo. Contesta. Así lo hizo. Sin pensarlo. Sabedor de que su respuesta era nuestra.

Ya no imbécil. Firmado: Manolo el del bombo. Pulsó enviar y nos descojonamos con ganas. Por primera vez en la gira. Los cuatro. Como cuando decidimos hacer la banda. Sentí un poco de lástima por el bataca de los Imbéciles. Porque de verdad merecían su nombre. Pero sobre todo por perder para siempre un buen camello. Cada vez es más difícil conseguir uno. No mola tener treinta tacazos y tener que pillar a un pipiolo de diecisiete. Los viejos, o lo dejan o van al maco o acaban chuscándose todo lo que pulen.

No hubo elección. Nosotros también tenemos un nombre. Uno que nos hemos trabajado a pulso. Concierto a concierto. Un nombre que merecemos. Demasiado largo para los carteles de las estrellas, pero que cabe en mil pintadas de váteres y calles. Jonny el hijodeperra y su jauría sarnosa. Esos somos nosotros. Ese es nuestro nombre. Nadie ha tenido nunca cojones de decir que nos viene grande. Al menos a la puta cara.

Echamos a ostias a Los Imbéciles en cuanto pisamos local. Del bataca me encargué yo. Le hice comerse la zapatilla de eskineto hasta que le tocó la campanilla. Antes le llovieron cuarenta mil ostias. Nos quedamos con sus amplis y todo su equipo y ellos a cambio conservaron las cabezas sobre los hombros. Es lo que el Sabina llama: Un pacto entre caballeros.

Hoy somos una pedazo de banda. De rokanrol.

· El bombo*, de Josu Arteaga, publicado originalmente en: ‘Simpatía por el relato; Antología de cuentos rockeros’. VV.AA. Editorial Drakul 2010.

 

 

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