BÁSICA MENTE | Jon Fernández | El príncipe misterioso
Jon Fernández
Existió hace muchos años, un joven príncipe. No sé qué os habrán contado de los príncipes, pero olvidadlo todo. Tienen la mala costumbre de ser gente normal, son ofensivamente humanos, irrespetuosamente falibles. Lo que pasa es que se visten bien. Y más aún en la época de la que os hablo, donde la moda era un lujo al alcance de muy pocos privilegiados, eso marca la diferencia. Ya sabéis lo que dicen: no hay feos o guapos, hay ricos y pobres.
Pues nuestro joven príncipe tenía la desgracia de saberse de tierna carne debajo de la resplandeciente armadura de acero pulido. Al contrario de toda la corte, que se comportaba como si estuvieran ungidos por los Dioses, ajenos a la fragilidad y fugacidad de la vida que les rodeaba. Entregados al placer y ajenos a las penurias de los ciudadanos menos acaudalados. Lejos de la vida misma.
Así que el príncipe nunca se quitaba la armadura. Allá dónde iba la llevaba puesta, con yelmo y todo. La familia real se reía y hacía burlas de su extravagancia. “¡Aquí viene el príncipe! Se le oye acercarse desde la otra punta del castillo.”, decía el rey para deleite de toda la corte, “¡Eso, o es que ya es la hora de comer y alguna criada está trayendo la cubertería!” Todos los presentes rompían en carcajadas y cuando efectivamente segundos después el príncipe hacía aparición y contemplaba el panorama, se sentía abochornado, minúsculo dentro de su gran envoltorio.
Así y todo, el príncipe se ganó una gran fama entre las damas del pueblo. Nadie sabía quién era realmente el príncipe misterioso de la armadura resplandeciente. Imagináoslo, la fantasía de las jóvenes muchachas se disparaba ante la imposibilidad de no poder ponerle cara al príncipe. “Seguro que es guapo y valiente…”, decía una, “¡Y seguro que tiene unos brazos muy fuertes debajo de esa armadura tan bonita!”, contestaba la otra.
Pero esto tampoco gustaba a nuestro príncipe, que veía crecer su fama y veía cómo la leyenda se separaba más y más de la realidad humana. Cuanto más lo adoraban, cuanto más fantaseaban, más quería quedarse ahí metido. “Si me vieran”, pensaba “sería una decepción tan grande que nadie volvería a mirarme jamás”. Los años pasaron y el príncipe misterioso siguió siendo un misterio para todos.
Hasta que un día normal, tan normal como otro, una vieja sirvienta que hacía un descanso en la limpieza de los pasillos del castillo le vio pasar y le habló:
- «Parece pesada esa armadura tuya».
El príncipe se sobresaltó e incluso llegó a ofenderse un poco, pues para él estás sirvientas eran casi invisibles. Siempre silenciosas, siempre atareadas.
- Lo es. Es una armadura real. El mejor acero para resistir en la batalla. – contesto el príncipe.
- No veo batalla alguna en estos muros, mi príncipe. Aunque debe haber una muy grande ahí dentro. – le dijo la anciana mientras incluía con un gesto toda la armadura.
Ante esta insolencia nuestro príncipe no pudo enfadarse, aunque lo intentó. Aflojó durante un segundo la guardia y se vio arrodillado ante la anciana. Un caballero, un príncipe, una armadura vencida por una sola verdad. Una punzada para la cual no hay protección física posible.
- ¡Creen que soy un gran príncipe! – protestó el príncipe– Se cuentan leyendas absurdas sobre mí… ¡Dicen que maté a un oso con mis propias manos! Si supieran la verdad…
- ¿Qué verdad?
- Que no hay músculos debajo de este acero, que he heredado la nariz de mi padre, que me da miedo montar a caballo, que soy un desastre…
- Parece que debajo de esa armadura hay solo un humano más, entonces. ¿Puedo verlo?
Durante un minuto no ocurrió nada. Solo silencio. La anciana respiraba lenta y pausadamente y esperaba sin más. Entonces, muy lentamente, el príncipe se llevo las manos al yelmo. Con las manos temblorosas soltó los enganches y se descubrió la cara.
La anciana sentada y el príncipe arrodillado se miraron a los ojos. El príncipe parecía apunto de desmayarse, temblaba y sudaba copiosamente. Estaba lívido y se mordía el labio, ansioso.
Poco a poco, en la cara de la anciana se fue dibujando una sonrisa cansada. Alargó su mano y toco el rostro del príncipe.
- Me recuerdas a mi hijo. – dijo con ternura.
Dicen que el príncipe lloró en los brazos de la anciana.
* Jon Fernández Sánchez es psicólogo
Psicólogía humana
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