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MUGALARITERATURA | David Pungin | Josef K., el xenófobo

David Pungin

David Pungin

Me desperté con las manos pegadas por dos pulseras metálicas encadenadas que popularmente eran llamadas esposas. Las esposas atan, las de los policías también, relación monógama, cárcel abierta, manos pegadas con consentimiento.

Entraron en mi habitación por la noche. Yo dormía. Me despojaron de mis mantas. Parecía un sueño. El frío era real, eso seguro. La nieve blanca oscurecida en el jardín por la penumbra de la noche poco luminosa me despertó del ensueño lanzándome de bruces contra la realidad. «Está usted detenido», fue lo único que dijeron los tres agentes.

En 23 años de vida jamás había cometido un crimen, al menos un crimen de moral burguesa: nunca había matado a nadie, ni se me habría ocurrido robar un banco, por muy justo que fuere. Por Dios, no me podían acusar de violación, las mujeres me producían tanto pánico, con sus ideas progresistas y su libertad recién adquirida. Jamás había cometido un crimen. ¿La mayor fechoría cometida en vida? Vivir con la esperanza del que espera algo que jamás llega, ni en un millón de años, como los que esperan a Dios: frustrante.

Llegamos a comisaría de madrugada. En el interrogatorio la policía no fue al grano. El tiempo pasaba lento. Tras el laberinto de preguntas embarazosas, se asomó la bomba, como tímida, actuando, interpretando el papel de calma que precede a la inevitable tormenta final: me culpaban de asesinato.  No lo entendía, mi cabeza dio una vuelta, y otra, y otra más. Había matado a un hombre. Me caí de la silla, más bien me empujó la realidad.

Tal injuria hacia mi persona me parecía irreal. En la celda helada en la que me encerraron  intenté dormir. No pude. A la mañana siguiente tras un desayuno “exquisitamente preparado para la morralla asesina” arrojado en un plato de metal adornado de forma abstracta con un color naranja óxido, me llevaron al depósito de cadáveres para reconocer al muerto al que yo (nunca fui yo) había dejado en descanso eterno, de nada.

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Una mano en una morgue. | PHOTO | Getty Images

 

Decenas de cajones metálicos, celdas de acero sin barrotes y sin luz, aparecieron en la sala. El inspector jefe abrió una de los compartimentos de la cárcel de  muertos y sin preámbulo alguno destapó la manta que cubría el cuerpo inerte de mi supuesta víctima. Atónito ante lo que se mostraba delante de mis ojos comprendí todo y nada a la vez. Debajo de la manta no había otra cosa que un animal. Una bestia oscura. Entendí que me habían detenido por el ejemplar que había atropellado (con resultado fatal) un par de meses atrás. Jamás olvidaré sus facciones salvajes, como de la sábana.

Lo que escapaba a mi entendimiento era por qué por atropellar a un animal, un simple e insignificante animal que no estaba lejos de ser un perro, me detenían e intentaban hacer cumplir un castigo fatal. Estaba asustado esperando la mano amiga que me sacase del sueño con tintes de pesadilla; el juicio sería en dos semanas.

La  olla a presión que era la sala estaba abarrotada de personas que gritaban cual juez definitivo: «¡Asesino! ¡Asesino!». Mi abogado, un famoso jurista del partido radical conservador del país, me defendió sin cobrar un céntimo. Tras largas e increíbles preguntas, tras días y más días de juicios, revisiones de juicios, pruebas, testigos, aplazamientos y otras acciones judiciales menos alegres si cabe, el día del juicio final llegó, inevitablemente. Solo he matado a un perro, no es más que un perro, agonía.

Me trataban de asesino, el ojo clínico de la prensa que todo lo ve cual dios todopoderoso se cebaba conmigo sin descanso día tras día, en cualquier periódico (exceptuando a El Razonable que defendía mis acciones ciegamente) podía leerse mi nombre escrito con odio,  pero con tinta normal al fin y al cabo. Había personas, ricas y pobres, que me animaban y defendían. También había personas ricas y pobres que me recriminaban los hechos. Aún así seguía sin llegar a entender tanto timbal, tanto circo y penitencia por haber matado a un simple animal. “El que esté libre de pecado que lance la primera piedra”, ninguno había pecado pues.

El veredicto no tuvo ese tinte fatal de los momentos duros: condenado a muerte y hasta luego, tenga usted  un buen día. Mañana me ejecutan por haber matado a un ser inferior. Nunca hay justicia, el mundo es el juez, el mundo y la casualidad de estar en un sitio en un momento u otro es la que decide el devenir de una vida, el final de esta o de otra, o de ninguna. El destino no existe. Me voy a la horca.

……..

La madre de Josef K. se dirigió al tanatorio a ver el cuerpo de su hijo, «el asesino». No perdió oportunidad de ver el cadáver de la bestia que su hijo había matado. El jefe instructor no tuvo problema alguno en mostrárselo. Levantó la manta que cubría esto y allí estaba: un hombre negro muerto.

 

*David Pungin (Basauri) es estudiante de Periodismo

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