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MEMORIA VASCA | Un testigo de Jehová, el primer insumiso de la mili de Franco

 

I. Gorriti

Una encuesta revela estos días que el 30 % de los españoles estaría a favor de restituir el servicio militar obligatorio en el Estado. Ayer, se cumplían años del nacimiento de Adolfo Peñacorada, el primer vasco que plantó cara a la mili de Franco por ser testigo de Jehová. 

Peñacorada pasaporte a casa

Meses antes del  «Franco ha muerto», un bilbaino consiguió que el general gobernador militar de 1974 le tramitara un pasaporte de viaje a su casa. Con él en sus manos y ya en libertad, pudo contar que era el primer ciudadano de Euskadi que de manera oficial se negó a cumplir el servicio militar obligatorio. Lo protagonizó en plena dictadura de Franco. Se llama Adolfo Peñacorada Abad, nunca dio el brazo a torcer en su larga y represaliada lucha por ser consecuente con la religión que profesaba como testigo de Jehová. Él mismo narra que decidió enfrentarse a aquel régimen totalitarista y no hacer la mili, lo que le costó once años de cárcel, pena que cumplió en diferentes prisiones. Le destinaron de Burgos, Ávila y Madrid a Canarias, pasando por El Aaiún (Sahara Occidental).

La historia autobiográfica queda impresa en un libro publicado bajo el título No aprendimos la guerra… en el nuevo amanecer de España. El volumen de más de trescientas páginas, permite conocer los «silenciados comienzos de la objeción de conciencia» en el Estado, como los califica este pacifista. Habla en él de un periodo que arranca en el año 1963 y finaliza con la libertad final en 1974.

Adolfo Peñacorada en Cádiz

Adolfo Peñacorada en Cádiz.

Esta insólita postura derivó en tres consejos de guerra contra el vizcaino, que supusieron once años de reclusión efectiva en más de una veintena de centros penitenciarios, vigilado por «acólitos de Franco que resultaron ser más radicales que el propio líder que los había nombrado», valora Peñacorada.

El libro arranca con un título taxativo: En los confines de la libertad. Las primeras palabras contextualizan al lector: «Bizkaia, año 1963. Los fértiles valles de Arratia y Durango había apurado, como si de buen vino se tratara, las copiosas lluvias del invierno para ofrecer su más intenso verdor a una primavera que se anunciaba sobre cenizas de febrero».

Peñacorada reflexiona que si aquella «abnegada entrega de generosa juventud sirvió para dar gloria al Creador e inspirar en los gobiernos actuales líneas de pensamiento más tolerantes, de tal manera que los ciudadanos pacíficos de hoy no tengan que nutrir las prisiones. ¡Mereció la pena tan bello sacrificio», concluye. Una tarde de hace ya medio siglo, Adolfo fue requerido en el cuartel militar de Garellano, en Bilbao, para «ser incorporado al grueso de reclutas que debía ser trasladado a Burgos con el fin de cumplir el servicio militar».

Su decisión a mostrarse insumiso era una novedad insólita, al menos, en el norte y más aún en Burgos. «Creían que pretendía entablar una lucha con el Estado dictatorial y, bajo ese punto de vista, presagiaban nefastas consecuencias».

 

Adolfo Peñacorada

– «¿A qué religión perteneces?»

– «Soy Testigo de Jehová»

I.G.

En Garellano, a Peñacorada se le pasaron en unos minutos su vida por la mente. Evocaba los amontonados cascotes blancos del Gran Casino, que en el alto de Artxanda asomaba sus ruinas pugnando con los zarzales. «Rememoré las explicaciones que del Cinturón de Hierro me daba mi padre cuando, después de coronar la cima del Pagasarri y beber una mezcla de gaseosa Iturrigorri con vino en el refugio de Paca, bajábamos. Aún me parecía oler la pólvora y escuchar agónicos gemidos» de los muertos en combate en la Guerra Civil. Fue candidato a la comida del Auxilio Social con obligado cantar del Cara al sol, el himno de la Falange.

Aquel joven que se incorporó al mundo laboral a los quince años, tenía ya 21 y era «menos pragmático que idealista». Unos años antes, en agosto de 1960 fue bautizado como testigo de Jehová en las aguas de Ereaga. A la hora de incorporarse a la mili o al calabozo Peñacorada portó como enseres cuatro billetes de cien pesetas (que sumaban un salario semanal de entonces), una pastilla de jabón Heno de Pravia entre una toalla, y una camisa a cuadros de franelas y una biblia.

Durmió aquella noche en un barracón encarado a la tribuna sur del estadio de San Mamés. Le enviaron a Burgos entre aguanieve. Allí, pedía que le eximieran de oficios religiosos católicos. «¡Quiero hablar con el coronel! Es un asunto personal», dijo a un cabo. «Necesito comunicarle un asunto personal», insistió más tarde a un teniente. Lo consiguió. Ante el coronel, le espetó: «Por razones de conciencia no puedo hacer el servicio militar y por tanto he de rehusar el uniforme de soldado».

-¿A qué religión perteneces?

-Soy testigo de Jehová.

Tras una larga conversación, escuchó la orden de «¡enciérrelo en el calabozo!»

Ese fue el primer paso de conciencia frente al servicio armado del régimen. A continuación, el vasco sufrió el proceso inédito en la VI Región Militar y su primer consejo de guerra generó lógica expectación en aquel tiempo, lo que ha quedado para la historia como hecho insólito. El fallo militar contrario le llevó a destinos carcelarios como Burgos, Ávila y Madrid, así como a campos de trabajo. También fue dispersado a Sevilla y protagonizó un éxodo sahariano.

Y, tras estar encarcelado en Las Palmas de Gran Canaria en 1970, el amor le llegó en el Castillo de Santa Catalina, de Cádiz. Mientras tanto, su afrenta al franquismo llegó a tener eco internacional y contrajo matrimonio en el penal andaluz. En la página 387 finaliza con agradecimientos al lector y lo hace en euskara y castellano. «Eskerrak nere Jaungoikoa, eskerrak, adiskide… Gracias Dios mío, gracias amigos… Hamaika urte eder izan ziran. Fueron once hermosos años».

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